Vieja obra y nueva publicación que les comparto después de obtener el Premio del Libro Sonorense.
Tenía ocho años y estaba a punto de mudarme de Hermosillo cuando los amigos de la escuela sembraron el temor en mi cabeza: “te vas a hacer un guacho”, sentenciaban socarronamente, a pesar de que yo meneaba la cabeza para decirles que no, que yo no iba a dejar que la Ciudad de México me cambiara. En aquel entonces –no sé ahora– hacerse guacho era como ser lanzado a las llamas del infierno. Tal vez por eso mantuve durante años intacto el recuerdo (o la ilusión) de un lugar quemante y cordial que se apuraba con root beer y se abarcaba entero desde el Cerro de la Campana. Pero como en el cuento de O’Henry, transcurrieron 20 años hasta que pude volver y para entonces no había manera de negar mi extranjería; a pesar de mis intentos por convencer a los viejos amigos, ellos tenían frente sus ojos a un sospechoso forastero de la ciudad. Aquí empieza la fábula de esta obra, que no es sino un ajuste de cuentas con la visión distorsionada de aquello que nos parece lejano. Por esa razón elegí un escenario de caricatura y un género que permitiera jugar con los clisés de uno y otro lado. El resultado es esta “machaca western”, evocación de una ciudad que tampoco es lo que era antes. Ustedes disculparán que un desconocido se tome la confianza de desparramar unas cuantas referencias, pero algún privilegio debe quedarle al niño que alguna vez cruzó la calle de la mano de Moralitos, aquel policía ejemplar que infraccionaba gobernadores y que, según cuenta la leyenda, murió en el cumplimiento de su deber. Tal vez por eso no fuera tan mala idea pedirle a él nos conceda el deus ex machina que destrabe los conflictos de estos tiempos tan aciagos.
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