Un mundo ávido de metáforas
La muerte casi coincidente de Steve Jobs y Dennis Ritchie desató un debate singular en internet cuando los admiradores del segundo reprocharon que se hicieran mayores homenajes a un empresario que al inventor del Sistema Unix y del lenguaje de programación C, dos de los soportes en los que descansa la revolución informática de nuestros días. Podría responderse que el fundador de Apple fue capaz de fundir tecnología y belleza para crear una serie de productos que además de bienestar y funcionalidad, producen autoestima, pero dicho en esos términos tan subjetivos no conseguiremos sino dar la razón a los defensores de la ciencia aplicada. ¿Es más trascendente la aportación de Ritchie que la de Jobs? Es probable, pero nadie puede negar que el empresario Jobs hizo tan visibles los cambios en nuestra percepción del mundo que su marca ya es un ícono de nuestro tiempo. Para decirlo de otro modo, Ritchie es soporte concreto de nuestra realidad, mientras que Jobs es una de sus mejores metáforas.
El mundo actual está ávido de metáforas. También de conocimiento, pero sin duda es mayor el anhelo de poesía; nos regodeamos más con la gesta de las revoluciones árabes que con el rumbo que toman sus nuevos gobiernos; nos interesa más la defensa de una causa que la causa misma; el propio arte conceptual es hoy más valorado que el objetual. Más que a la realidad, nos abandonamos a su representación estética porque resulta más fácil y gozosa de entender. Ya Baudrillard se había adelantado a aquella “bella alegoría de la simulación” planteada por la fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan detallado que terminan por recubrir exactamente el territorio, al afirmar que en la hiperrealidad contemporánea el mapa precede al territorio (si no es que prescinde de él, como lo ilustra la nueva alegoría de Houellebecq). Lo cierto es que en esta suerte de bipolaridad existencial la creatividad constituye un valor de cambio, una auténtica fuente de vitalidad, un tesoro por el que los hombres venderán su alma al diablo. Si en otro tiempo la juventud se verificaba en el cuerpo, hoy anida en la cabeza; no hay persona más joven que la que mantiene su mente creativa; sólo así se adapta uno a los mecanismos tan sofisticados que hoy representan la realidad.
A pesar de su carismática inmadurez, en tiempos de simulación o mimesis los artistas tienen una doble responsabilidad pues cada producto estético debe ir acompañado por una visión del mundo, una poética consciente que lo genera, y sus propios códigos de renovación. Eso cuesta trabajo dominarlo. La paradoja consiste en que cuanto mayor es el oficio que entiende estos mecanismos tanto más difícil se torna producir una interpretación fresca y vital del mundo; cuando la conciencia del proceso se impone desaparece el impulso febril de las grandes acciones en aras, tal vez, de un perfeccionamiento técnico. Y cuando se produce ese desplazamiento es hora de preguntarse, ¿cuál de los dos extremos es el más deseable? ¿Cómo mantener viva esa locura constructiva? ¿Cómo no perder las ganas de lanzarse al vacío de la página en blanco sin perder el dominio de los impulsos?
Los estudios sobre creatividad en el arte no abundan, aunque la bibliografía de este volumen apunta títulos atractivos, a los que sumaríamos –por citar algunos libros que al menos tangencialmente lo abordan–, Leer la mente, de Jorge Volpi; La escena sin límites, de José Sánchis Sinisterra, Los tres usos del cuchillo, de David Mamet; Tribu del infinito, de Gabriel Weisz, o la percepción del espectador, de la propia Patricia Cardona. A juzgar por los tres primeros, el interés por reflexionar y problematizar estos procesos es cada vez más creciente entre los propios creadores que hacen de su labor un laboratorio de conocimiento. De esta forma no sólo se pretende alcanzar el objetivo de creación, sino entender el mecanismo que nos permite renovar el agua de dicha fuente.
Para mantener viva la creatividad y alcanzar objetivos claros, refieren muchos creadores, hay que poner trampas a la mente de tal suerte que permanezca en estado de alerta; a veces también se trata de condicionar sus esquemas, y otras, en cambio, de liberarla completamente. Veamos tres casos:
Aunque parezca un dato insustancial, la brevedad es una de las premisas que han hecho del teatro independiente argentino un referente de la escena mundial contemporánea; en contadas ocasiones a lo largo de las últimas décadas (y esto puede probarse estadísticamente) sus puestas en escena rebasan los 60 ó 70 minutos de duración. El artífice de esta formulación ha sido el director Ricardo Bartís, quien a fines de los ochenta propuso la contracción del tiempo bajo el argumento de que el teatro es “una sucesión de momentos privilegiados” que si se deshace de la presentación y del desenlace tiene la posibilidad de concentrarse en un nudo más que jugoso. En su concepto, un artista al que no le alcance una hora para prodigarse estética e ideológicamente no podrá hacerlo ni teniendo tres. Según infiero, la regla no escrita considera la posibilidad de que cada tanto tiempo un creador pueda arriesgarse con una obra de mayor densidad y duración; pero sólo –idealmente–, cuando la problematización continua de su idea permita arribar a una tesis conclusiva y ésta haya sido acompañada por el público. Como espectador viajero puedo afirmar que en pocas ciudades se sale más vigorizado del teatro que en Buenos Aires; nunca sales de función con la idea de que te ha faltado algo, sino de que quieres más; el teatro en este sitio es intenso, propositivo; nunca parece andarse por las ramas, condición que parece darle la razón a Bartís. A pesar de ello, es cierto, ha llegado el momento en que otras voces se levantan contra el dogma de los “ciclos de atención” del espectador. Lo que durante años ha constituido para el teatro porteño un parámetro absolutamente verificable y sustancial de la creación escénica, ha comenzado a volverse un obstáculo para otro tipo de enfoques y, en cambio, se ha estandarizado, lo que atenta contra sí mismo.
En la misma orientación formal el cineasta Lars Von Trier ha intentado demostrar con sus Cinco Obstrucciones (2003) que un motor de la creatividad es esa suerte de condición arbitraria que obliga al artista a elegir el camino más difícil. ¿Qué tiene que ver una película conceptual sobre el hombre perfecto con, por ejemplo, la obligación de realizar el filme en locaciones de un país desconocido e insertándole cortes cada dos segundos? Absolutamente todo. El cineasta danés sostiene que mientras más complicado e indirecto el proceso formal de una obra, más fértil es el terreno para una mente creativa. No cabe duda, su película constituye toda una tesis sobre estética y procesos de creación contemporánea, aunque en sí misma lleve implícita la antítesis que pone en duda la eficacia del procedimiento. ¿Cuál será la síntesis en este caso?
Por su parte, el director del Ontologycal-Histeric Theatre, Richard Foreman, afronta el dilema en términos más elusivos: “deseo tomar los materiales del arte y desmenuzarlos, desordenarlos, con el fin de escapar a la iglesia que el arte corre siempre el riesgo de construir sobre la base del impulso humano, desembocando en el arte como religión, en lugar del arte como la ruptura perpetua de las cadenas de la prisión perpetua”. Foreman es el mismo que afirmaba que el 95 por ciento del trabajo creativo suele quedar en nada, pero constituye el hecho fertilizador –la subestructura–, del 5 % restante que podría considerarse logro. Al contrario que Bartís, Foreman pide no encasillar, sino liberar la forma en todos los sentidos, aunque no establece la manera de encausarla, convencido quizás de que el trabajo febril y la acumulación nos traerá la solución. Es más o menos como el consejo de Picasso al referirse a la caprichosa visita de la musa: que si llega te encuentre trabajando.
Las reflexiones, los experimentos y los ejemplos prácticos se multiplican, pero pocos son los ejercicios que pueden aglutinar experiencias y caminos en aras de una pedagogía de la creatividad. Por ello cabe destacar la perspectiva dialéctica sembrada por la maestra Lin Durán y desarrollada en este volumen por las integrantes del Seminario sobre la poética de la enseñanza. La dualidad educación-creatividad que cada uno de los ensayos aborda teniendo como bisagra la condición de desaprendizaje constituye una premisa que sin duda arrojará proposiciones estimulantes. El proceso iniciado en 2009, bajo la coordinación de Silvia Durán y Patricia Cardona, ha sido documentado y problematizado por un grupo de investigadoras y artistas de la escena (todas ellas estimables y admirables en ambos terrenos), quienes conjugan su propia experiencia con las herramientas teóricas compartidas en el seminario. Pero de sus características y resultados hablará más adelante la propia Cardona. Yo sólo acudo a las palabras de Mamet, para verificar que una “obra toca a su fin cuando se desvela lo que se mantenía oculto y nosotros sentimos la plenitud porque recordamos. Evocamos cuando el mundo estaba trastornado. Evocamos la introducción de aquel elemento nuevo que desestabilizaba un mundo que nosotros creíamos que funcionaba bien. Evocamos los esfuerzos cada vez más enérgicos para volver a encontrar la verdad y restituir la paz (…). En ese momento, pues, comprenderemos que lo que parecía fortuito era esencial, distinguiremos el patrón forjado por nuestro carácter, seremos libres para suspirar de alivio o llorar. Y entonces podremos irnos a casa”. El proceso de reinvención del mundo ha concluido.
Cardona, Patricia, La poética de la enseñanza, una experiencia, México, Cenidid-INBA-CNCA, 2012.
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