La
gente me pregunta qué tiene que ver Shakespeare con los aztecas. Yo mismo me lo
pregunté hace doce años cuando una actriz y productora[1]
me propuso hacer una “versión prehispánica” del Rey Juan para presentarlo en el Reino Unido. ¿Por qué específicamente
esta obra?, ¿en dónde se relaciona con nuestra historia antigua?, la interrogué
para conocer sus motivaciones, pero ella me respondió que era mi tarea resolver
esas preguntas. Yo sabía que antes de llegar a mí otros autores habían
rechazado su propuesta por disparatada, y sin duda yo debía hacer lo mismo; sin
embargo, ella me persuadió de pensarlo algunos días, y entonces me puse a
buscar algo que pudiese ponerme sobre la pista.
No es fácil leer las crónicas antiguas de México,
generalmente se trata de transcripciones de los códices pictográficos donde se describen
árboles genealógicos, guerras, alianzas, incluso sucesos astrológicos, pero rara
vez se explican los porqués de cada acontecimiento. Esto representa un problema
de interpretación para el investigador, aunque abre un campo grande a la
imaginación del escritor. En casos de hermetismo como éste me
gusta pensar en la Alicia de Carroll, y entonces me pongo a buscar esa pequeña
puerta por donde se pueda acceder al otro lado de la realidad. Aunque mientras
leía experimentaba la sensación de caminar a ciegas, encontré esa puerta en una crónica de fines del siglo
XVI en la que el autor describía cómo 200 años atrás un joven príncipe de
Texcoco había sido despojado de su reino y buscaba ayuda entre los feudos
vecinos para ir contra el usurpador… De pronto, como si ese acontecimiento estuviese
llamando deliberadamente mi atención, las escenas de Rey Juan comenzaron a acomodarse una por una en lo que para mí era
una trasposición sorprendente. La conexión se había logrado sin que yo tuviera
que meter las manos.
Lo realmente duro fue que luego de terminar una primera
versión de la obra, propiamente una paráfrasis que, reescrita línea por línea,
respetaba la estructura y muchos diálogos del original, el proyecto se canceló
por problemas logísticos o de presupuesto, o de ambos, y mi extraño hallazgo tuvo que quedarse en el cajón
por más de diez años. No obstante, la forma tan empática en la que Shakespeare se había mimetizado con la historia
mexicana se mantuvo en mi cabeza toda la década y me llevó a ampliar y
problematizar el procedimiento hasta concluir una trilogía que actualmente está
a las puertas de Stratford Upon Avon.
Aquí cabe hacer un paréntesis para reconocer que
incluso para los mexicanos la historia antigua de nuestro país nos es
desconocida (a no ser por los momentos culminantes de la conquista por parte de
Hernán Cortés). Existe un enorme prejuicio hacia ese periodo anterior a la
conquista, sembrado en buena medida por el catolicismo español que por siglos fustigó
a esa cultura sangrienta y herética como
si se tratase de un monolito sin alma. Aún en nuestros días nos resulta
imposible adentrarnos en ese pensamiento teocrático y entender su concepción
del mundo. Por si fuera poco, a la dificultad por retener los nombres en náhuatl
se suma que los códices no acentúan casi nunca los rasgos de personalidad, lo
que hace más difícil identificar las motivaciones de sus protagonistas.
Allí es, precisamente, donde la poética de
Shakespeare ayuda a revelar y comprender su humanidad. La segunda operación consistió,
entonces, en confrontar a los protagonistas de los códices (específicamente los
del Códice Xólotl) con personajes de
las obras históricas del bardo. Entre los que terminaron fundiéndose con ellos
se pueden reconocer fácilmente, además del bastardo o la Constanza que acompañan
al rey Juan, al príncipe Hal y a Ricardo III. También flota por ahí algo más ficticio, rasgos sutiles de Hamlet, de Falstaff,
de Ofelia, de Isabela, la de Medida por
Medida, No se trataba en este
caso de una trasposición, sino de tomar aquello y sólo aquello que ayudara a detonar
la naturaleza propia de nuestros personajes. El espectador ponderará en su
momento si lo hemos logrado o no.
Debo decir, para terminar, que lo que surgió
originalmente como un hallazgo fortuito y
un reto formal, ha terminado de redondear sus propósitos conceptuales por
un hecho coyuntural: el entallamiento incontrolable de la violencia en México,
atribuida al narcotráfico y a las mafias políticas, pero implantada con tal
impunidad e indiferencia que pareciera constituir parte de nuestro mapa genético. Allí está la otra conexión, la nuestra,
la de los mexicanos actuales con la historia, al buscar en esos orígenes algo
de lo que somos. La violencia de 30 años que abarca Un soldado en cada hijo es la que precede al surgimiento del
imperio azteca, un momento de caos y desconfianza similar al de nuestros días:
un momento en que prevalecen los intereses creados, la falta de ideas y la
polarización como estrategia. En aquel tiempo a una cruenta guerra le siguió un
floreciente imperio. ¿Tendremos nosotros el nuestro? Aunque sea totalitario,
como lo fue el azteca, ¡pero imperio! Algo habrá que sacrificar para eso, ¿no?
Artículo que aparecerá en el número de julio de The Stage.
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