Instrucciones al coro
El primer requisito de toda
tragedia es tener un coro. Por esa razón, a quienes decidan asistir a esta obra les será encomendada tal responsabilidad. Dicho de otra manera, cuando tengan en sus manos el programa de mano se darán cuenta que no han venido a ocupar la butaca de un espectador,
sino a ser testigos y comentaristas de
una tragedia.
En aras de contribuir a su mejor
conocimiento del papel, conviene precisar algunos conceptos. Mucho se ha discutido sobre la insólita existencia de la tragedia
teatral en nuestros días. Tanto que Steiner terminó por sentenciar su
imposibilidad: “la tragedia exige la intolerable carga de la presencia de
Dios”. Pues bien, cuando creíamos consumada la secularización del mundo advertimos
en esta obra a desatados dioses olímpicos que ponen a prueba la templanza de
los hombres. De uno, al menos. Y lo hacen porque encima nuestro, en una
dimensión que nos rebasa, hay seres que mueven nuestros hilos con total
impunidad. Ustedes y yo lo hemos visto.
La tragedia de Maracanazo precisa un coro, y precisa la
intolerable carga de la presencia
divina. ¿Datos suficientes para confirmar que estamos ante una tragedia moderna?
Asumiendo que este género se concibe por el error
trágico, por la hybris fatal que
sentencia el destino de los hombres, ¿cuál es el pecado, en este caso? ¿Y quién,
el transgresor?
Moacir Barbosa era un negro admirable,
un guardameta de cualidades asombrosas y logros continentales: el primer
portero negro de la selección brasileña. Un auténtico héroe deportivo que en
1950 tenía ante sí la hazaña portentosa de mantener su meta invicta y conseguir
el primer campeonato mundial para Brasil. 200 mil aficionados en el estadio y
otros 200 millones por la radio seguían paso a paso las incidencias de un partido
señalado para la gloria. Y Barbosa estaba convencido que esa gloria le
pertenecía. Mientras la nación se poblaba de ex funcionarios del nazismo,
ocultos bajo nuevas identidades para evitar el castigo de sus crímenes
terribles, un portero negro estaba por ser alzado en hombros como héroe nacional. Un
nuevo Jesse Owens que levantaría su puño en un temprano gesto de emancipación. Pero,
todo listo para justificar un carnaval dionisiaco, en los últimos instantes alguien interviene para que el balón uruguayo
se escurra entre las manos y el estadio se le venga encima al negro infame: es una escena fatal cuyo coro
se conoce como el gran silencio del
Maracaná…
Lo demás ya lo sabemos, como
sabemos lo de Edipo o lo de Agamemnon; para la tragedia no hay sorpresa y más
nos conviene conocer la historia. Y a pesar de todo, aprendices de coreuta, la
catarsis llegará en el momento que la compasión y el horror se confundan en una
sola emoción, purificando su alma de malos pensamientos. La tarea consiste en entender
y encarnar ese silencio desde sus propias butacas. No se pide menos; tampoco se
pide mucho más.
¿Pero cómo llegar a la catarsis
cuando las trampas del humor nos asaltan a cada momento? Una buena pregunta,
que tiene su respuesta en el Godot,
traducción singular de una tragedia sin dios. En la espera cómica de dos seres
marginales se encuentra la mayor angustia existencial de la postguerra. De la
misma forma que en el rodar de una pelota traviesa, sostén y esperanza de
millones que no tienen más ilusión que un campeonato mundial.
Hybris es desmesura (y cito a
Wikipedia por aquello de las dudas); hybris es desear más de lo que el destino
te ha asignado. Sin embargo, el castigo de Barbosa pareció también desmesurado:
“La pena más alta en mi país
por cometer un crimen es de 30 años —diría el viejo guardameta en 1993—, y hace
43 que yo pago por un delito que no cometí”. Las frases épicas se acumulan ante
el recuerdo: “La culpa no
fue de Barbosa —afirmará el victorioso Obdulio
Varela—, a esa pelota la hizo entrar
el demonio.” El propio Galeano, con su sapiencia futbolera, ensaya un aforismo pesadillezco:
“la noche anterior, nadie podía dormir; y la mañana siguiente, nadie quería
despertar”.
Con todo esto en mente, ocupemos
nuestro sitio antes que apaguen las luces. El coro sólo intervendrá en los
momentos indicados; el resto del tiempo su actuación será más bien silenciosa,
privada, pero alerta, porque la tragedia no es otra cosa que una multitud
mirando cómo frente a ella el mundo va perdiendo su sentido.
Y por cierto, con esta puesta en escena se celebran los 50 años del Centro
Universitario de Teatro, el principal laboratorio teatral del país.
(Presentación del programa de mano)
Maracanazo, de Ernesto Anaya, Dir: Mario Espinosa, Mús: Gabriela Ortiz; Esc: Gloria Carrasco; Ilum: Ángel Ancona. Una producción del Centro Universitario de Teatro, la Dirección de Teatro UNAM y el Festival de México. Teatro Juan Ruiz de Alarcón, funciones de jue. a dom.
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