Shakespeare es mexicano porque a través suyo hablamos de
nuestros asuntos: Julio César fue el
primer montaje que, en 1994, expresó estéticamente el sentimiento colectivo
hacia el asesinato del entonces candidato oficial a la presidencia, Luis
Donaldo Colosio. Peculiarmente, la puesta en escena surgió en la misma ciudad
fronteriza donde el candidato había sido acribillado.
Shakespeare es mexicano porque
habla nuestro idioma, y no me refiero al español, sino al que habita en las entrañas
marginales del país: no hace mucho que, para hablar de los problemas internos
de su comunidad, el taller teatral de una escuela rural presentó una versión
purépecha de Romeo y Julieta. Para
quien no lo conoce, el purépecha es uno de los idiomas más musicales que se
puedan escuchar, y lo que se lograba con los versos shakesperianos era
realmente conmovedor.
Shakespeare es mexicano porque
habita en nuestros rincones urbanos: uno de los montajes que más asaltan mi
memoria desde hace 25 años es un Otelo
escenificado en las vecindades de la ciudad de México. Las vecindades
constituyen la edificación para viviendas más antigua y popular de mi país;
inspiradas tal vez en las propias casas aztecas, son construcciones con una entrada principal por la que se
pasa inmediatamente a un patio central alargado y angosto que muestra en sus
costados, diseminadas, las puertas de cada domicilio. En aquel entonces, un
grupo teatral viajaba de vecindad en vecindad mostrando la historia de un
hombre (Otelo) que al ser nombrado administrador del condominio, causa la rabia
de otro inquilino que se creía merecedor del puesto, quien pondrá en juego toda
su capacidad de intriga para envenenar el alma del buen hombre. La
representación ocurría en el patio comunitario de la vecindad, con los vecinos
reales entrando y saliendo libremente como si fuesen parte de la ficción. La
escena final era increíble: durante una
fiesta que han organizado y
que dará pie al exabrupto final de Otelo, los actores tocaban las puertas y sacaban
a bailar a los vecinos. Así, mientras Desdémona se desangraba, en el patio
sonaba un sabroso danzón.
En mi particular experiencia, Shakespeare
demostró su mexicanidad al hacerme ver ciertos rasgos de carácter que se
ocultaban en los códices antiguos. A través de su aguda observación del alma y
de su siempre eficaz estructura dramática, pude encontrar a los personajes que
animan A soldier in every son (the rise of the aztecs), una obra que este verano se presenta en
la misma ciudad del Bardo.
Y por si quedara alguna duda, Shakespeare
es mexicano porque en mi país no hay un autor más popular, no hay uno que haya
sido más veces escenificado en los últimos diez años. Ahora mismo, lo pueden
comprobar, coinciden en la cartelera de la ciudad de México dos versiones de La Tempestad. Hace apenas unos días
concluyeron temporada una versión monologada de Macbeth y un Mercader de Venecia para tres actores; la Compañía Nacional de Teatro encargó hace
menos de un año un Romeo y Julieta en
clave policiaca, y no hace tanto que
la Universidad Nacional dedicó su ciclo teatral más importante a la
presentación de tres versiones distintas del Otelo.
Es curioso, pero a pesar de que
el nombre de México es mencionado por Shakespeare
una sola vez –si no me equivoco en El mercader de Venecia–, en México se ve y se escucha tanto
Shakespeare que –podría apostar–, “ser o no ser” suena más convincente que “to
be or not to be”.
Artículo comisionado como parte del World Shakespeare Festival 2012. The Guardian 5-7-12
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