Por Rafael
Spregelburd
Fragmento [1]
[…] Ante la vorágine caótica
de los últimos acontecimientos (hace una semana mi plácido barrio parecía una
guerra civil), yo me pregunto: ¿qué relación puede haber entre el teatro y la
defensa de los derechos humanos?
La vinculación entre ambos
es tramposa, casi insoluble.
¿Qué relación puede haber entre
"un tema", un tema de la realidad, y los procedimientos de
fabricación de ficción teatral?
Buenos Aires posee, contra
todo pronóstico, un teatro rico -tal vez el más singular en lengua castellana-,
probablemente como hijo mestizo, un bastardo nacido de la tradición europea y
el idealismo latinoamericano, o de la pobreza de recursos y la urgencia de las
expresiones artísticas más viscerales. Este teatro (el que a mí me gusta, el
que me ha empujado a esta profesión tan improbable) es un híbrido. Es un teatro paradójico que se basa, a mi entender, en la crisis de la representación. La
crisis de la representación como medio de conocimiento de verdad. Esta crisis
es, a mi entender, fruto del fracaso de nuestras democracias barretas y
corruptas. La democracia supone que el pueblo gobierna para asimismo, a través
de sus representantes. Pues el pacto representativo se ha roto. Toda representación entraña -a los ojos de
los argentinos- una tácita vinculación con el Mal. No tenemos confianza en la representación
y sus mecanismos, demandamos cada vez más ver la cosa en sí misma, la presentación de la cosa, y no su
mediatización vergonzosamente deformante, estilizada o simbólica. O todo lo
contrario: si se trata de ver una representación, así se trate del Shakespeare
más auténtico, nuestros actores más valiosos se entrenan en poder mostrar
simultáneamente al público aquello que se
presenta, y al mismo tiempo la
condición expresa del mecanismo representativo. Pero no de manera
estilizada, o simbólica, como en los años de plomo de la dictadura, años en los
que la única manera de expresar el descontento político y social era a través
de símbolos que encriptaban un significado, pero que pudieran pasar el filtro
de la censura militar. Hoy ya no ocurre así. Estos símbolos se han transformado
en alegorías cerradas, sígnicas: en metáforas canceladas. El teatro más vivo,
más interesante que se hace hoy en Buenos Aires (y que ha empezado a resultar
tan apetitoso como exitoso a los ojos latinoamericanos como europeos, sobre
todo a los alemanes) es un teatro que huye del símbolo como de la peste. Es un
teatro que no encripta mensaje alguno. Es un teatro que asume los riesgos de la
representación, delatando que el objeto
representado bien podría estar vacío. Su "verdad" radica más en
el procedimiento lúdico de construcción de sentidos a posteriori, que en la mostración de verdades conocidas a priori. Es un teatro letal, efectivo,
y en la mayoría de los casos, muy cómico. La alianza con el humor es condición sine qua non del nuevo teatro. Nuestro
sentido del humor es negro, veloz, mestizo, de una saludable imprecisión. Se
necesita un complejo diccionario sociolingüístico para trasladar nuestras obras
a España, por ejemplo, y que se lean bien[2].
Por esto la alianza entre un
teatro vital y una defensa "responsable", militante, de los derechos
humanos es casi imposible aquí.
Por motivos muy claros, los
resultados de esa alianza no terminan de complacerme. Todos los argentinos
"bienpensantes" no podemos sino adherir a los argumentos
"responsables" esgrimidos alrededor de uno o dos temas sempiternos de
nuestra vida política. Pero, lamentablemente, en mi opinión personal, el
teatro, lo que yo entiendo por teatro,
retrocede.
El teatro que pide permiso.
El teatro que no afirma,
sino que pregunta.
El teatro incómodo.
El teatro que nos enfrenta a
las cosas del mundo sin orientar su significación. O más aún: un teatro que
crea otros mundos, que arroja pálidos
pero reveladores reflejos sobre este. Un teatro independiente, un fenómeno
autónomo, y contracultural, que desprecia el sentido común, que se aleja de la
tarea didáctica de transmitir mensajes, como si los artistas fueran iluminados
conocedores de la verdad y tuvieran la emisión de bajar esta verdad a un pueblo
iletrado e ignorante...
No hago más que repasar en
mi cabeza y encontrar que las obras más interesantes que han dado nuestros
escenarios en estos últimos años de confusión, de caos cultural, y de depresión
económica, son monstruos indomables, bizarros, de incierto comportamiento y de
dudoso buen gusto. Esto hace que sea
posible pensar en todos estos ejemplos que he dado como un mecanismo de
conocimiento de lo que ocurre en nuestro país.
Pero como se ha visto, es un
mecanismo no periodístico, siempre
sujeto a la interpretación. Y la
interpretación es privada. La
interpretación es la más divertida de las formas que cobra la libertad.
En el caso de los derechos
humanos, esta libertad desaparece.
No somos aún libres (y tal
vez no lo seremos nunca) para trabajar con enunciados sobre lo real, sin poder ejercer sobre ellos el
gesto despiadado, impredecible, del acto poético violento, que transforma las
cosas en otras. Para escribir buen
teatro hay que saber ocupar todos los
puntos de vista mismo tiempo. Incluso el punto de vista del enemigo real.
Para escribir buen teatro
hay que acostumbrarse a no hacer afirmaciones categóricas.
Tal como lo escuché decir un
día a Javier Dualte: no se puede enseñar lo que es la libertad escribiendo una
obra teatral sobre ello. Sólo se puede ser
libre en el momento de escribir, y luego mostrarle a un pueblo ese acto de
libertad, ejercido desde la locura, o el deseo.
Una obra (sea farsesca o
trágica; seria, solemne, o vulgar y desaliñada) en la que quisiéramos
voluntariamente agregar algo de luz, o levantar nuestra mano en favor de los
derechos humanos, está condenada a aburrir seguramente a sus nobles
espectadores.
El teatro es una actividad
fatal, con una rara vida propia en la Historia.
El teatro no conoce de
justicia.
Y sin
embargo, es noble.
Un momento argentino |
Tomado de: “Un momento argentino”,
en Nuevo teatro argentino,
compilación y prólogo de Jorge Dubatti. Interzona Editora S.A. Buenos Aires,
2003, pp. 141-148.
[1] Escrito
a propósito de una encomienda del Royal Court Theatre, y de los devastadores
hechos de depresión económica conocidos como el cacerolazo en Argentina, 2001.
[2] Normalmente,
se leen mal. Es decir: fuera de contexto, se ve otra cosa. Pero no importa. Lo
mismo nos ocurre a nosotros cuando vemos teatros de otras latitudes, sobre todo
de Europa. La existencia de un teatro mestizo, contracultural, que se da en
sitios tan periféricos como Buenos
Aires, los Balcanes, o la ex Unión Soviética, es una sana esperanza, creo yo,
una garantía en contra de la tonta globalización mundial del teatro.
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