12/9/13

El guión dramatúrgico

(Un manifiesto perdido en 1995)*

Todo modelo presupone una visión y conceptualización del mundo, un principio de traducción de hechos reales en términos simbólicos. Aristóteles propone con su Arte Poética más que una serie de reglas para escribir tragedias, una lectura de la sociedad helénica, un concepto de orden y transgresión. Por mencionar sólo uno más, Bertolt Brecht establece con su modelo de teatro épico una forma de analizar dialécticamente a la sociedad capitalista, y en su método se vislumbran las propuestas para su transformación.
Para efectos teatrales, Pavis define el modelo en estos términos:

Operación que consiste en organizar y reducir a un esquema más o menos coherente la realidad ideológica y estética de la obra puesta en escena y del espectador que asiste a la representación. En el primer caso, se trata para el dramaturgista y el director de proponer una representación que permite al público “leer” el universo teatral simbolizado y reconocer algunos principios de organización. En el segundo, el espectador debe ser capaz de materializar su propio universo ideológico, de tomar conciencia del sistema ideológico en el que él evoluciona[1]

Todo modelo se respalda por una experiencia comprobada y una práctica constante; sin embargo, en este caso proponemos, bajo el nombre de guión dramatúrgico, un modelo que será tan sólo una hipótesis de trabajo abierta a sucesivos replanteamientos. Dicha propuesta concibe el texto dramático como un guión que debe equilibrarse entre el diálogo y la acotación, entre su información visual y sonora, que proponga estructuras de representación y cuya escritura no esté destinada (en principio al menos) al lector común, sino a los demás creadores del espectáculo; que se permita lenguajes cifrados o específicamente teatrales; en una palabra, que sea una guía que aglutine en su estructura todos los lenguajes del espectáculo.
     No se trata de una propuesta totalitaria, por supuesto; coincidimos con Gianfranco Betttetini cuando afirma que:

Incluso el texto dramático más completo y rico en acotaciones destinadas al montaje escénico, debe considerarse como un esquema, como una hipóstesis teatral articulada y, por consiguiente, debe analizarse desde ese punto de vista. Una consideración del texto como manifestación literaria independiente implica una sobredeterminación de sus funciones, un arriesgado desconocimiento de sus fines y de su posición dentro de un proceso de comunicación que lo transforma y lo utiliza únicamente en calidad de material perteneciente al plano de los contenidos.[2]

Dicha aseveración responde a una operación que pretende integrar al dramaturgo a los procesos contemporáneos de creación teatral, de tal manera que su participación sea precisa y propositiva. En todo caso, creemos que el interés literario que pueda despertar el dramaturgo no depende tanto de su cercanía con la literatura, sino acaso de su manera de agrupar el material en el papel, de la definición visual que dé a su partitura para lograr elocuencia emocional y coherencia discursiva en la lectura.
     Existen muchas formas de acercamiento a un modelo así, pero nosotros vislumbramos dos que ya están siendo preponderantes en la creación actual: el primero surge a partir de la apropiación de los referentes culturales más inmediatos (los medios de comunicación y la cultura masificada), y el segundo, a través de las búsquedas del teatro personal. Con el primero no sólo se evidencian las costuras de nuestra realidad, sino que ésta se cuestiona mediante la instrumentación de una realidad alterna, muy ad hoc con la realidad virtual o el reality show de nuestro tiempo. Mediante el segundo, asumimos la posición de testigos, somos el conejillo de indias que muestra sus síntomas de existencia, de manera que el texto se vuelve en cierto sentido testimonial. Con ambos entendemos que no se ven los dramas desde fuera y con distancia emocional; nos asumimos en un estado de alienación irreversible y queremos testimoniarlo para –quizás–, romper con él.

El arte, para captar al mundo, hace presa en él, asumiendo desde el interior las condiciones de crisis, empleando para descubrirlo el mismo lenguaje alienado con el cual se expresa este mundo, aunque llevándolo a una condición de claridad, haciéndolo ostensible como forma de discurso, con lo cual se despoja de su condición alienante y nos hace capaces de desmitificarlo.[3]

Todas las posturas artísticas surgen en condiciones coyunturales que al mismo tiempo que las generan, acaban con ellas. Todas han aportado brotes de genio y cierto fastidio por lo ya existente. En estas nunca faltan los esquematismos ni las excepciones a la regla. Lo cierto es que nuestra propuesta no implica una postura definitiva, ni siquiera podemos afirmar que sea un modelo en sí, pero plantea una búsqueda hacia las formas de leer el mundo que tenemos a la mano.
      Con Brecht concebíamos el mundo como transformable; hoy sabemos que nada ha cambiado. Hoy la televisión anuncia que Dios ha vuelto para poner en orden todo aquello que los hombres trastocaron. Ya tenemos una policía mundial para todos los incrédulos, una nueva inquisición que nace desplegando banderas de justicia y democracia; los avances de la ciencia y la tecnología nos provocan un vértigo tan inexplicable que de nuevo convierte en posible la metafísica. Es esta dualidad cambio-estatismo, esta opción de gatopardismo que desdibuja la ideología, la que nos impulsa a definir una actitud: seguir dándole la vuelta a las estructuras existentes, alienándonos en el espejismo de las realidades virtuales. En los sueños la realidad sí es transformable, en el teatro aún es posible la utopía; espacio íntimo, marginal, espejo del pensamiento, la metamorfosis de Gregorio Samsa comenzó apenas cuando él creyó que ya había cambiado. (LMM)




[2] Bettetini, Gianfranco, Producción significante y puesta en escena, Barcelona,, Ed. Gustavo Gili, 1977, pp. 80-81
[3] Eco, Umberto, Obra abierta, México, Ed. Origen/Planeta, 1984, p. 282