Se
nos ha hecho creer que la violencia desatada por el narcotráfico y las mafias
políticas es un asunto reciente, pero hay que decir que éste es sólo el rostro
más crudo e inquietante de un problema que viene de mucho tiempo atrás y que
podría expresarse en la falta de una cultura democrática. Parece que no podemos
con el asunto, y no es gratificante reconocerlo, pero, para plantear una
hipótesis radical, los periodos de mayor estabilidad
y desarrollo del país están asociados
a sus dictaduras (o dictablandas), no
a sus regímenes democráticos, marcados más bien por el caos y la corrupción.
Esto sería así porque –vox pópuli dixit–, el mexicano es políticamente pasivo y
aguanta hasta lo indecible los excesos del tlatoani;
pero cuando una gota derrama el vaso de la paciencia no hay manera de parar su
violenta reacción, producida más por el rencor acumulado que por una conciencia
liberadora. Eso es lo que conocemos como el México
bronco.
Por esta
razón, una de las premisas de nuestro Códice
ha sido la de preguntarnos si existe un código genético o cultural que explique
dicha condición, y rastrearlo en el periodo más antiguo del que tengamos registro
histórico: el surgimiento del imperio azteca. Aquí nos topamos con un nuevo
problema también de carácter cultural; el catolicismo español dispuso durante
siglos un velo en torno a esa cultura de piedra –sangrienta y herética– provocando que incluso en nuestros días
miremos hacia atrás con una carga de prejuicios que nos impide analizar aquella
sociedad con toda su riqueza y complejidad.
Es aquí
donde aparece Shakespeare como un lente amplificador de esa otra realidad que
la historia nos escatima: la determinación del carácter. En una interpretación
personal de la intertextualidad, considero que a través de la técnica
expositiva del bardo es posible resaltar los aspectos humanos que los códices y
las crónicas apenas insinúan. Parte indisoluble de la historia que relatan –por
lo tanto auto referenciales–, los códices antiguos ilustran innumerables
guerras y alianzas, pero carecen de personajes, en el sentido que Hegel usaba
para describir a los de Shakespeare, como esos “libres artistas de sí mismos”.
Si de entrada la dificultad del idioma náhuatl complica la retención de los
nombres heroicos, más arduo resulta escudriñar en los relatos pictográficos
gestos personales que ilustren una inflexión determinante en el devenir
histórico.
Acaso el único personaje prehispánico que cumple
con las necesidades del relato literario sea Moctezuma II, emperador implacable
y monolítico que, al enterarse del desembarco de Hernán Cortés y su puñado de barbudos, sufre tan misteriosa parálisis de acción que aún hoy
día alimenta las más controvertidas especulaciones. En cambio, resulta
sorprendente descubrir que en 600 años la literatura ha ignorado al gran
Itzcóatl –hijo de rey y de esclava–, auténtico artífice del imperio azteca y de
su meritocracia. Tampoco se ha atendido la figura del príncipe Ixtlixóchitl,
personaje deudor de Hamlet y del inmaduro Hal, cuyos errores trágicos abrieron
las puertas a una guerra interminable. Estas omisiones ocurren, me imagino,
porque las crónicas y los códices no se preocuparon nunca por delinear la
personalidad de sus protagonistas. Su concepción respondió acaso a cierto
historicismo medieval que sólo enumeraba sucesos sin detenerse en el análisis
causal.
¿Cómo,
entonces, acercarnos a la representación dramática de nuestra historia? Harold
Bloom nos da nuevamente la respuesta: “mediante una imitación de Shakespeare
(…), el más alto maestro en la explotación de ese vacío que hay entre las
personas y el ideal personal”. Nuestra operación, por tanto, ha consistido en
trasladar (no mecánicamente, por supuesto) algunos caracteres de sus obras
históricas, así como –en algunos momentos– la estructura de sus escenas y, ¿por
qué no?, incluso su retórica, para propiciar su desdoblamiento sobre un
escenario de papel amate, aquella
corteza sobre la que se escribieron los códices prehispánicos
El resultado es esta saga, originalmente concebida
como una trilogía, que abarca 30 años de guerra y varias decenas de personajes.
En ella se pueden reconocer algunas pautas de comportamiento occidentales que
tendrán que verse como una licencia dramática y cultural; lo hemos planteado
así no sólo para acercar a nuestra experiencia la forma de vida de los antiguos
mexicanos, sino porque acaso nos resulte imposible desentrañar una forma de
pensamiento teocrático donde caben costumbres como el sacrificio ritual, por
mencionar sólo uno de sus tópicos controvertidos. Lo que en definitiva nos
hemos propuesto es abordar ese momento crucial de nuestra historia temprana
poniendo el acento en la fatalidad
del carácter como auténtico forjador del destino.
Un soldado
en cada hijo es un verso extraído
del himno nacional mexicano que retrata una vocación que nosotros creíamos
extinta, pero que la violencia actual ha venido a recordarnos. Y sin duda ha
sido Shakespeare el vehículo para traducirlo al lenguaje teatral y mostrarlo
encapsulado en eso que Kettle identificó como “las tensiones de un mundo
cambiante”. Esperamos haberlo logrado.
Códice Ténoch (Un soldado en cada hijo), de Luis Mario Moncada, dir. Roxana Silbert; Esc. Jorge Ballina; vest. Eloíse Kazan; Asist. de dir. Luke Kernaghan (Dirtectores residentes: Andrés Weiss y Mariana Giménez); con el elenco de la CNT; una coproducción de The Royal Shakespeare Company y la compañía Nacional de Teatro.
(Fotografías de Isaac Ramdia)