16/4/18

Bailando cumbias

Nunca se me hubiera ocurrido cambiar de identidad para un experimento de antropología teatral, como hizo Gabino Rodríguez, pero hace unos días me asaltó el recuerdo de un verano en el que me hice pasar por bailarín colombiano y así anduve danzando por media España. Fue un accidente curioso conocer e ingresar a una compañía de folklore regenteada por un coreógrafo paraguayo llamado Elio, quien según sus intereses y los del festival en turno la anunciaba como ballet “latinoamericano”, "paraguayo" o “colombiano”. Ese verano nos tocó ser colombianos, aunque bailábamos tanto cumbia y vallenato de aquel país como calipso jamaicano, merengue dominicano y hasta malambo argentino. Al público le daba igual de dónde fuéramos porque nuestro ritmo siempre lo contagiaba de alegría. El ensamble estaba formado por migrantes de diversas nacionalidades que por lo general no tenían otra forma de viajar por la península; si bien nadie recibía pago, contar con transporte, alojamiento y diversión nocturna parecía suficiente en esos tiempos. 
Lo malo era que Elio no permitía que habláramos de nuestra condición migratoria y nos hacía mentir, si era necesario, diciendo que veníamos en vuelo directo desde Colombia. Era incómodo, cierto, aunque una vez me divertí engañando a los miembros de un ballet mexicano que nunca se dieron cuenta de mi nacionalidad a pesar de que yo no paraba de decir “pinches” y “chingaderas”. 
Un día casi al final de la gira me enteré que Elio cobraba cada presentación por el ballet entero y todo se lo quedaba él. Me dio tanto coraje que en secreto me puse a hablar con cada uno de los bailarines y de alguna manera los convencí de estallar la huelga a una hora de inaugurar las fiestas de la vendimia en Murcia. El golpe fue certero y antes de que la cosa se pusiera peor y su negocio fuera desenmascarado ante los organizadores, el coreógrafo aceptó pagar en adelante salario y seguro médico a todos los miembros del ballet. No hubo retroactivos. 
Esa noche dimos una de nuestras mejores funciones, aunque cuando regresamos a Madrid sucedió lo previsible, Elio me dio las gracias (sólo a mí, el instigador) y yo no volví a bailar con ellos ni con nadie. Así terminó mi efímera carrera de bailarín folklórico, lo que no importó demasiado porque ya me andaba por regresar a México. Incluso de Elio me despedí amistosamente porque me había proporcionado uno de los veranos más movidos que todavía recuerdo: de las funciones nos íbamos a La disco donde no parábamos de bailar con quien se nos pusiera enfrente. La canción del verano era una pieza tecno francesa de Desireles que poco después sería covereada como “Vuela vuela”. 
Entre los orgullos personales valoro que mis compañeros me eligieran para pasar a improvisar una sevillana en la plaza de toros de Ronda, una de las más antiguas y monumentales del mundo. Sí, creo qué pasó más o menos como lo cuento, sólo he mentido en una cosa: lo que alegraba al público no era tanto el ritmo contagioso como nuestras danzas en tanga, pero, ustedes disculparán, esas fotos no se las enseño ni a mis hijos.