Al cumplirse 40 años del Premio de Dramaturgia del INBA, El Milagro se
hará cargo de publicar las obras premiadas, comenzando con ésta de Alonso Fiallega para la que escribí una introducción. Aproveché el espacio para decir
unas cuantas cosas a propósito de los premios de dramaturgia en México.
***
Mucho
se habla últimamente de los premios de dramaturgia en México, que para algunos
han crecido como hongos, desvirtuando su cometido, para otros han perdido
vigencia al sostener el valor literario sobre otros aspectos de la creación
escénica, y para muchos más siguen siendo un instrumento eficaz para consagrar a
nuevos y viejos autores. Ciertamente el debate ha subido de tono a raíz de
algunas resoluciones polémicas por parte de jurados e instituciones convocantes,
de tal forma que pido su venia a La
princesa y el ministro, de Alonso Fiallega, ganadora del Premio Bellas
Artes de Dramaturgia 2017, para comenzar su presentación con algunos apuntes
sobre la evolución de estos reconocimientos
Los
premios de dramaturgia han tenido la misión de impulsar y reconocer la creación
teatral en nuestro país. Así lo estimó en 1905 la Secretaría de Instrucción
Pública y Bellas Artes al convocar a su Primer
Concurso de Comedias y Dramas, cuyo jurado compuesto por el empresario teatral
José María Vigil y Robles, el poeta Luis G. Urbina, el director Francisco
Fuentes y la actriz Virginia Fábregas decidió entregar el primer premio a la
obra Cerebro y Corazón de la
dramaturga potosina Teresa Farías de Issasi. Por supuesto, la controversia acompañó
a los premios como un aderezo picante desde su nacimiento, baste recordar el
estreno de esta primera galardonada, afectado por el trato despiadado de los
críticos que cuestionaron el otorgamiento del premio. En descargo de la obra
citaremos al cronista de El Occidental de
Hermosillo, quien, a raíz de las presentaciones de Cerebro y Corazón en aquella ciudad, escribió:
Una de las obras más completas
de nuestro exiguo teatro. Lo moral que en ella se predica, la crítica que en
ella se emplea, y las máximas que se deducen y explican son de lo más noble y
levantado: el cerebro y el corazón de la autora se extendieron por todas las
escenas bañándolas de la atmósfera en que vive, intelectual y moralmente, la
mujer mexicana en su país, la mujer mexicana en la apoteosis de su grandeza,
cuando es madre[1]
En
abono a la controversia consignaré que el noble
objetivo de apoyar el desarrollo de las artes se topó casi desde el principio
con la dificultad de encontrar aquello que merecía ser resaltado: apenas al
llevarse a cabo el segundo concurso convocado en 1908 por la citada Secretaría,
el jurado lo declaró desierto, decisión que a la postre tuvo otra grave consecuencia:
la desaparición del premio. No obstante, por la experiencia de nuestras
instituciones culturales sabemos que cuando un premio desaparece otro aparece
por algún lado, así que la desertificación
no tendría porque inquietarnos; acaso debieran ocuparnos los criterios que se
usan para dictaminarlos. En 1956 escribió Jorge Ibargüengoitia sobre el concurso
dramático de El Nacional, diario
oficial del gobierno:
Este año fue premiada una pieza:
Los Desarraigados, entre otras
razones: “…por haber sido considerada la mejor, dada la mexicanidad de su tema,
su excelente factura, etc…” Dejando para más tarde lo que el jurado llamó
“mexicanidad del tema” quiero recalcar que la primera virtud que vino a la
cabeza del jurado fue la mexicanidad. Si el jurado leyera de una comedia
premiada por “lo esquimal del tema” o por “lo guanajuatense del tema” le
parecería una manifestación de provincianismo execrable. Si fuera un periódico
de Londres y dijera “lo inglés del tema”, le parecería una excentricidad, como la
circulación a mano izquierda (…). Somos nosotros los mexicanos los únicos seres
privilegiados que podemos referirnos a nuestra nacionalidad con virtud, sin
temor a parecer grotescos o imbéciles[2].
Más
allá de que el sarcasmo aplique a muchas de las actas donde fundamentan sus
decisiones los jurados (entre quienes me incluyo), reconozcamos que el Estado
mexicano ha encontrado distintas vías para estimular la creación dramática, siendo
la más recurrente, claro está, la creación de premios nacionales de
dramaturgia.
De
entre todos ellos el de mayor prestigio y antigüedad es este que desde 1978 convocan
el Instituto Nacional de Bellas Artes y el gobierno de Baja California, con
diversos nombres a través del tiempo: primero fue Premio Nacional de Teatro
Mexicali; más tarde Premio Bellas Artes Baja California de Dramaturgia, y en
últimas fechas ha sumado a su extenso linaje –para homenajearla–, el nombre de
la eximia Luisa Josefina Hernández.
Con la
edición que ha dado por ganadora a La
princesa y el ministro se cumplen 40 años de reconocer la excelencia de la
creación dramática nacional. Un rápido vistazo al historial del Premio nos
descubre que sólo dos autores lo han ganado en más de una ocasión: Hernán
Galindo y Sabina Berman, aunque esta última, para engrandecer la hazaña, lo
obtuvo tres veces en cinco años, y para mayor asombro, lo logró antes de
cumplir los treinta. Entre quienes han obtenido el galardón resuenan los
nombres de Wilberto Cantón, Guillermo Schmidhuber, Felipe Santander, Jesús
González Dávila, Enrique Ballesté, Estela Leñero, Ana María Vázquez, Javier
Malpica, Mario Cantú, Jaime Chabaud, David Olguín, Cecilia Lemus, Luis
Santillán, Luis Ayhllón, Bárbara Colio, Hugo Alfredo Hinojosa, Alejandro
Ricaño, Martín Zapata y Martín López Brie, sólo por citar a algunos de nuestros
más conspicuos dramaturgos. No obstante, también llama la atención que muchos
de los premiados han sido autores de paso efímero por la dramaturgia. De entre
estos hay tal vez dos nombres que sobresalen en sus otros derroteros, el de la
actriz y directora Claudia Ríos y el del llorado escritor Ignacio Padilla, cuya
obra se mantiene inédita para la escena. Un dato que apela a futuras
reflexiones es que muy pocas de las obras ganadoras han logrado replicarse en
nuevas producciones a lo largo de los años, lo que tal vez hable más de los
criterios de producción en México que de la conformación de un repertorio
significativo para la escena nacional. Si el lector desea sacar sus propias
conclusiones le recomiendo ingresar a la página web de la Coordinación Nacional
de Literatura, donde no sólo encontrará el listado completo, sino incluso los
facsímiles de las actas dictaminadoras de la última década, que en sí mismas
constituyen una radiografía sobre las razones por las cuales se premia una
obra.
Tanto
por el monto económico como por el reconocimiento que conlleva, el Premio
Bellas Artes es anhelado por cualquiera de quienes nos dedicamos a la dramaturgia.
No obstante, hay que reconocer que la aparición de nuevos concursos a lo largo
del país ha relativizado la categoría única que antes tenía. La nómina de
premios nacionales ha crecido exponencialmente en sólo dos décadas, justo a
partir de que el Premio Bellas Artes cumplió 20 años. Desde entonces no han
dejado de anunciarse nuevos certámenes, entre los que consignamos el “Manuel
Herrera”, del gobierno de Querétaro, el “Mancebo del Castillo”, convocado por
el Centro Cultural Helénico y Tierra Adentro, el “Carballido” de la UANL y la
UV, el “Rascón Banda” del gobierno de Nuevo León, el “Sor Juana” del Estado de
México (premio internacional); el “Perla Szuchmacher” del INBA y el gobierno de
Coahuila, el “Sánchez Mayans” de Campeche, el “Óscar Liera” de Sinaloa; el
“Vicente Leñero” del gobierno de la Ciudad de México y el “UAM-UdeG” convocado
por ambas universidades. A reserva de que se me escape alguno más (el de Sogem,
ya desaparecido, por ejemplo), contabilizo once premios nacionales de
dramaturgia. Cuatro de ellos tienen reglas especiales: el “Mancebo” y el
“Leñero” que estipulan un límite de edad, el “Szuchmacher” que recibe obras
para niños y jóvenes, y el “Liera”, que tiene como requisito inscribir obras
publicadas, pero sin estrenar. Los siete restantes presentan más o menos las
mismas reglas de participación, de tal forma que una misma obra podría
presentarse a siete concursos (o a nueve, según la edad del autor).
A
propósito de este fenómeno, un hecho ocurrido a principios del milenio vino a
detonar una serie de cuestionamientos que aún no tienen solución: nos referimos
a la descalificación de Luis Enrique Gutiérrez “Legom” del premio Bellas Artes que
había ganado por unanimidad al descubrirse que, pocos días antes, había obtenido
otro premio con la misma obra. Más allá de que en nuestra aviesa imaginación el
incidente no condena, sino que encumbra a su autor, el caso de el Estado vs. Legom sentó jurisprudencia
al agregarse en las sucesivas convocatorias una cláusula que prohíbe inscribir la
misma obra en dos concursos simultáneos (aunque todos sepamos que no se cumple).
En lo personal considero que esta situación constituye más un inconveniente que
una ilegalidad; sin embargo, hay otro aspecto del mismo suceso que parece más relevante:
concursos que presentan convocatorias y jurados similares (porque también estos
se intercambian entre uno y otro certamen) unifican la visión de un fenómeno
que, como el de la creación artística, reinventa permanentemente sus reglas.
Dicho de otro modo, todos los premios en México conciben y evalúan la
dramaturgia de la misma forma: como el texto que se anticipa y sienta las bases
del proceso de creación escénica. Las preguntas en este punto se multiplican:
¿es sano para el desarrollo de un arte plural mantener los mismos criterios de
análisis? ¿Existen otras maneras de evaluar las dramaturgias para la escena?,
¿son los premios de dramaturgia el mejor instrumento para estimular y reconocer
la renovación del teatro?
Hasta
que no llegó el día en que un importante premio nacional fue declarado
“desierto” el castillo de naipes se vino abajo y obligó a repensar el asunto: artículos
y debates en redes se multiplicaron para ponderar la situación y ponerla en
perspectiva; un número importante de autores puso en tela de juicio el criterio
y la autoridad de los jurados (postura miope según mi opinión); otros
advirtieron del peligroso mensaje que se enviaba y que ponía en riesgo la
continuidad de los estímulos; otros –los menos–, se preguntaron si no sería que
la dramaturgia más relevante de nuestros días no necesariamente encajaba en las
reglas de estos concursos. En lo personal me interesa la última postura, que no
es defensiva, sino que interroga y
propone; me quedo particularmente con los argumentos de Noé Morales Muñoz, dramaturgo
que pone el acento en la necesidad de transformar la uniformidad de las
convocatorias para desarrollar identidades precisas y diferenciadas. Podría
alguno de los premios destinarse a obras ya estrenadas, por ejemplo, que
demuestren sus cualidades sobre la escena y no exclusivamente a través de la
lectura; o a procesos colaborativos de creación, a dramaturgias de no ficción, escena
expandida, en fin, a formas distintas de concebir y ejecutar un plan dramático.
Es cierto que algunas de estas formas pueden apreciarse también como texto
literario, pero me inclino a pensar que, en su actual clausulado, los premios existentes
nunca hubiesen ponderado obras como La
legión de los enanos (1996), El veneno que duerme (2000), De monstruos y prodigios (2000), Trattaria D’Improvizzo (2002), Asalto al agua transparente (2006), SRE Visitas guiadas (2007), Amarillo (2009), Lo único que necesita una gran actriz… (2012), El beso (2012), Psicoembutidos
(2014) El lado b de la materia (2015) o El
cuerpo de U (2016), por citar sólo unas cuantas de entre las más inquietantes
obras del repertorio contemporáneo.
Falta
que las instituciones tomen cartas en el asunto y se decidan a actuar, que pongan
a revisión sus mecanismos y contribuyan a ensanchar las posibilidades de la
dramaturgia. Son tiempos en que esperaríamos una lección de sinergia en
políticas culturales.
Por
supuesto que lo anterior debiera aplicar para los concursos que han llegado al
último, no para el premio más antiguo y prestigioso que, además, tiene bien cimentado
su perfil en tanto es convocado por la Coordinación Nacional de Literatura del
INBA; esta sería razón suficiente para que preserve su enfoque de la obra como
pieza literaria con vocación teatral.
Podemos,
entonces, volver al propósito para el que fuimos requeridos y confirmar los
valores que el jurado de la cuadragésima emisión del Premio Bellas Artes encontró
en La princesa y el ministro: una
“estructura dramática eficaz, buen diseño de personajes, gran capacidad
discursiva y diálogos inteligentes”.
Efectivamente,
la pieza desarrolla con habilidad las premisas de lo que Héctor Mendoza llamó Ejercicios a-b, suerte de paradojas en
donde dos personajes deben cumplir un objetivo sin transgredir de ninguna
manera una regla de comportamiento que, por definición, les impediría alcanzar
dicho objetivo. En el caso de la princesa y su ministro, ambos deberían
consumar lo que parece ser una atracción irresistible, pero las diferencias
sociales y las reglas protocolarias se los impide expresamente. Escena tras
escena veremos cómo se pone en predicamento su consistencia como personajes,
volviéndonos testigos de un juego de tensión
sexual que esperamos ansiosamente se resuelva en algún sentido. La
contradicción consiste en que, de conseguir el objetivo, ambos habrán fallado
como caracteres.
Alonso
Fiallega (1983) no es dramaturgo de profesión, aunque muestra buen manejo de
las herramientas, tal vez adquiridas a su paso por el Colegio de Teatro de la
UNAM. Si nos ajustamos a lo que nos afirma la Enciclopedia de la Literatura en México, se desempeña regularmente
como productor, coordinador técnico e iluminador, pero su auténtica vocación es
la dirección de escena. Recuerdo que hace diez años se embarcó en un proyecto
digno de la misma obsesión que ahora manifiesta al poner en escena La modestia, el emblemático texto de
Rafael Sprégelburd. En aquella ocasión, como ahora, tuve la oportunidad de
escribir una presentación, de la que extraigo el siguiente párrafo:
Para dejar muy clara su
intención, Sprégelburd antepone algunas preguntas fundamentales: “¿dónde está
la desviación cuando no hay centro?, ¿es posible la transgresión cuando no hay
ley fundante?” (…) En el caso específico de La
Modestia, el truco formal se concentra en la irritación del sentido; el
espectador moderno, inoculado por la causalidad del mundo, sale derrotado luego
de perseguir la unión de dos historias que corren paralelas.
Algo
similar es lo que Fiallega ha puesto en juego en esta pieza a la que uno le
busca desesperadamente un centro, un referente del cual asirnos, y lo que encontramos
son dos líneas paralelas que se resisten a encontrarse en el horizonte. En los
hechos sería ese el trayecto que la obra nos propone: seguir la ruta con la
mirada para comprobar si ese punto de unión existe. Lo que sucede al final no
se puede hablar, es necesario realizar el trayecto, sumergirse en la
complicidad del diálogo y en su retórica naíf, sabedores de que estamos ante un
juego imposible.
Obra
insólita respecto de las preocupaciones temáticas y formales por las que
atraviesa el teatro mexicano actual, La
princesa y el ministro impone una lógica propia e irrefutable que confirma
la claridad y el rigor con que Fiallega maneja el juego teatral, sin complacencias
y con la única intención de observar el comportamiento de dos ratones de laboratorio. Ambos buscan la
forma de escapar de la condición que se les ha impuesto, pero el experimento
nunca falla. Ese es el encanto y el horror: descubrir que las súper estructuras
son sólidas como los reinos.
Fiallega, Alonso (2018), La princesa y el ministro, México, El Milagro, 75 pp.
[2] Ibargüengoitia, Jorge, Ante
varias esfinges, tesina que para obtener el título de licenciado en Letras
modernas con especialidad en Arte dramático, presentó en 1956, pp. 85-87
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