Como nos sugieren las diez postales que Martín Acosta nos comparte en este mismo libro, Teatro de Arena lleva más de tres décadas mutando de apariencia y sumando cómplices, pero en ningún momento ha sido bombeado por otro corazón que no sea el de Martín Acosta, el mismo que en 1996 se detuvo por dos minutos y tuvo que recibir la sangre de otros para recuperar el ritmo cardiaco. Fue aquel un año difícil que terminamos en Cádiz arrojando al mar las piedras de Joyce, porque creíamos que nunca más... Un cuarto de siglo después el grupo va por su cuarto o quinto aire y ha superado ya los veinte montajes. Martín juega pin pon (sin raqueta) y sirve provocaciones que, según quienes sean sus compañeros de partida, generan reglas y procedimientos peculiares. El juego puede durar uno o más montajes, produciendo montículos de arena más grandes o más pequeños. Las cuatro obras que agrupamos en este libro son uno de esos montículos, uno muy significativo porque sirvió para mostrar al público mexicano un estilo que al principio era exclusivo del grupo y después se hizo generacional: el teatro narrado.
A fines de 1993 Martín comenzó un laboratorio con tres actores, con la idea de llevar a escena el libro de James Joyce Retrato de un artista adolescente. Él mismo realizó un primer corte de la novela con largos fragmentos que literalmente eran recitados por los actores sin importar el sujeto enunciante. Cuando me invitó a ver un primer ensayo con la intención de incorporarme al trabajo tuve un gran impacto que me convenció de la claridad que Martín tenía alrededor de su propuesta. Entre los apuntes de ese primer bosquejo destacaba el manejo de la narración en tercera persona –incluso cuando el personaje se refiere a sí mismo–, el trabajo casi coreográfico con los actores, así como una esencialidad de elementos y del espacio que armonizaba con un estilo de interpretación artificialmente naturalista, pero lleno de magia. Durante el primer semestre del 94 terminamos de seleccionar los fragmentos que nos servirían para el espectáculo y yo me encargué de redondear la estructura de las últimas escenas. Los primeros cinco cuadros constituyen momentos claves de la novela: La infancia, El castigo, El pecado, El infierno y La penitencia, pero nos faltaba una última que, a manera de epílogo, nos mostrara la vida adulta del personaje. Para ello recurrimos al primer capítulo del Ulises y escribimos a cuatro manos la única escena propiamente dialogada (La absolución); en ella establecíamos un contraste temporal y estilístico con el resto de la obra. De lo que nunca estuvimos conscientes fue de la sorprendente recepción del público; el lenguaje intrincado y poco coloquial de Joyce (en las traducciones de Dámaso Alonso y José María Valverde) no impidió, sino al contrario, propició que públicos muy diversos se sumergieran en el universo mental de Stephen Dedalus.
Pasaron cuatro años y un puñado de montajes en formatos muy distintos antes de que retomáramos las premisas del teatro narrado en Las historias que se cuentan los hermanos siameses. Para entonces éramos mucho más conscientes de lo que hacíamos (quizás también menos espontáneos), muestra de ello es que acudimos a la noción de intertextualidad para crear una pieza original a partir de dos narraciones contrapuestas, por un lado, Vueltas nocturnas de Truman Capote, y por el otro Los meteoros de Michel Tournier. Tomamos pasajes literales de ambos relatos, los modificamos libremente y los mezclamos hasta lograr un tercer texto que, a nuestro juicio, generaba una trama con identidad propia. Víctor Hugo Rascón Banda no pensó lo mismo y nos señaló como plagiarios, a lo que yo respondí que el arte se discute desde la estética, no desde el Derecho. A pesar de la polémica ventilada en la revista Proceso y en otros foros, los siameses tuvieron una vida escénica muy estimable y creo que siguen fluyendo bien como lectura.
Para Hans Quehans, un payaso sin opiniones (el título fue modificado después del estreno a partir de una crítica de Rodolfo Obregón), nos basamos en la novela de Heinrich Böll. En este caso procuramos crear un relato escénico que traspolaba una situación dramática en la Alemania de la posguerra a la problemática política y social de México en el 2 mil, con resultados un tanto controvertidos. En lo formal, me quedo con el ejercicio que permitió a tres actores interpretar 17 personajes, así como descubrir la conexión del teatro narrado con el Spoken Word, gracias a lo cual hemos podido explorar en otros montajes la interrelación del actor-narrador con el público.
Después de estas tres obras, dejamos en pausa el teatro narrado y nos lanzamos a otras búsquedas tanto dentro como fuera del grupo. Tuvieron que pasar más de 20 años para vol- ver al origen con Junio en el ’93 que podríamos considerar una precuela de Carta al artista adolescente porque en esta historia se pone en evidencia la apropiación de herramientas actorales que Alejandro Reyes usaría un año después para iluminarnos con su interpretación del Joyce. Para explicar la génesis de este proyecto diremos que, mientras daba funciones de Carta..., Alejandro escribió una novela autobiográfica que narra su viaje a Xalapa para ensayar Mishima con Abraham Oceransky, pero la enfermedad ya lo estaba carcomiendo, así que, en los primeros meses de 1996 nos entregó un ejemplar engargolado con la petición de que intentáramos publicarlo. Tardamos 25 años en cumplir la promesa, pero estoy convencido de que la publicación de su novela y el estreno teatral llegaron en el momento justo no sólo para permitirnos este entrañable viaje al pasado, sino para rescatar la memoria de un gran actor que comenzaba a borrarse en el tiempo.
En estas cuatro obras, que tienen como característica la apropiación de textos ajenos para la edificación de un discurso teatral propio, queda patente la poética de Teatro de Arena y su apuesta por un minimalismo que aspira a poblar de imágenes la mente del espectador. Leamos, pues.
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