Sobre la obra de Emilio Carballido se han
escrito incontables artículos, ensayos, tesis de grado y postgrado; incluso, a últimas
fechas, un catálogo comentado de su obra completa a cargo de Socorro Merlín,
quien reúne en tres volúmenes los argumentos de más de 150 obras dramáticas y
otros tantos de cuentos, novelas guiones cinematográficos y ballets.
Sin embargo, la perspectiva de este artículo
se vislumbra inédita pues se me encomienda abordar la relación de Carballido
con el teatro universitario, un tema que podría concluir velozmente afirmando
que su relación ha sido nula de no ser porque en la Universidad Nacional
escribió sus primeros ejercicios dramáticos, a fines de los años 40, y porque
en el Centro Cultural Universitario se estrenó Escrito en el cuerpo de la noche (1995) como un homenaje por sus 70
años de vida. Al margen de estas referencias, separadas por casi medio siglo
--y acaso interrumpido por una
brevísima temporada en 1956--, nos encontramos ante un temprano divorcio y un
largo desdén existente entre el que podría ser el dramaturgo mexicano más
importante del siglo XX y uno de los movimientos más emblemáticos en la
historia del teatro nacional.
Pero
si la omisión tiene importancia, más trascendentes resultan las implicaciones
de este inexplorado distanciamiento: estamos ante uno de los hechos que marcan
la doble ruta del teatro mexicano durante la segunda mitad del siglo XX; por un
lado la del descubrimiento y desarrollo de la puesta en escena como concepto y, por otro, la de la
consolidación del teatro de autor nacional; movimientos que, con ritmos
distintos, se potencian al promediar el siglo.
Si
deseáramos dramatizar los antecedentes tendríamos que remontarnos a 1947, recién
creado el Instituto Nacional de Bellas Artes, cuando Alfredo Gómez de la Vega
es nombrado director de su Departamento de Teatro. Una de las primeras iniciativas del actor y director es presentar un repertorio nacional, entre
cuyas piezas de estreno destaca El
gesticulador, obra que Rodolfo Usigli ha guardado por 10 años y que por fin
parece haber encontrado la coyuntura política adecuada para su presentación.
Sin embargo, poco antes de iniciar su polémica temporada se producen extraños
jaloneos que provocarán, entre otras cosas, la renuncia de Gómez de la Vega, el
nombramiento de Salvador Novo en el cargo vacante, y el famoso enfrentamiento,
en las escalinatas del palacio de Bellas Artes, entre Usigli y Novo, los dos
pilares emergentes del teatro nacional. ¿Qué se dicen en ese pleito?; ninguno de
los dos protagonistas terminará de aclararlo, pero aún así constituye un capítulo
medular de la historia de nuestras grillas culturales. Después de este
estridente desencuentro Usigli se refugia en la cátedra universitaria y Novo se
encargará de desarrollar el nuevo proyecto teatral del Estado.
No sabemos si el nombramiento ha tomado a
Novo por sorpresa, pero lo que muestran los hechos es que en una primera etapa
(1947-49) se ha concentrado en desarrollar un repertorio clásico universal
apoyado por elencos estudiantiles que surgen de la también naciente Escuela de
Arte Teatral del INBA, y sólo a partir de 1950 da un giro de 180 grados y
apuesta por una nueva generación de autores, casi todos ellos surgidos de la
universidad, casualmente bajo la tutela de Usigli.
Pero ciñámonos un momento a las crónicas
para saber qué ha pasado, mientras tanto, en la universidad: Usigli, Wagner y
Ruelas han desarrollado las cátedras de creación teatral que darán pie, en
1949, a los estudios superiores de teatro de la propia universidad. A esta
especialidad, afiliada en principio al departamento de Letras modernas de la
Facultad de Filosofía y Letras, acuden estudiantes de diversa procedencia,
entre ellos Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández, Jorge Ibargüengoitia y el
propio Carballido: quienes, guiados por Usigli, escriben sus primeras obras
dramáticas.
Más temprano que tarde volverá a producirse
otro enfrentamiento, esta vez virtual (por su carácter de real, pero
inexistente), entre Novo y Usigli, cuando el primero invite a algunos alumnos
del segundo a estrenar sus obras bajo la producción del INBA, operando un
efecto Hamelin que se llevará de la mano a los jóvenes autores para fundar con
ellos la primera generación del teatro institucional. El primero en subirse al
barco es Emilio Carballido, con el estreno, en marzo de 1950, de Rosalba y los Llaveros, a la que seguirá
un año después Los signos del zodiaco,
de Magaña y, poco más tarde, ya bajo la conducción de Celestino Gorostiza, Los Frutos caídos, de Hernández. En el
transcurso de esta década los autores aún veinteañeros son arropados y mimados
por el teatro institucional y crecen con la posibilidad de ver escenificadas
sus obras casi sin dejar nada en el tintero, lo que también provocará, en los hechos,
su abandono al proyecto teatral universitario que está en gestación. La excepción
la constituye, en todo caso, Ibargüengoitia, quien no seduce a Novo y por
ello prefiere mantenerse fiel a la cátedra de Usigli, con la manifiesta intención
de heredarla cuando el maestro se marche en pos de una carrera diplomática. Pero ésta ya es harina de otro costal.
Mientras tanto, las cosas suceden rápido en
la universidad del periodo alemanista: en 1952 se inaugura la Ciudad
Universitaria y se crean la Dirección de Difusión Cultural y el departamento de
Teatro Universitario, encomendado a Carlos Solórzano, quien trae en su alforja
lo último del teatro post-existencialista europeo. No obstante, aún más
determinante que esta iniciativa resulta el pujante movimiento de teatro
preparatoriano que toma la batuta e invade los espacios teatrales de la ciudad.
Los cimientos los ha colocado Ruelas desde la década pasada, pero apenas en
1954 se concreta con la realización de la primera Temporada de Teatro
Estudiantil Universitario. En ese contexto surgen el Teatro en Coapa y, poco
después, Poesía en Voz Alta, dos de los referentes que moldearán en definitiva al
primer teatro de la universidad. Sus características centrales son: la
participación del estudiantado como practicante y público a la vez; la
recuperación de textos clásicos a los que se superpone una lectura escénica en
calidad de discurso paralelo y, por último, una visión extravagante y moderna
que nos hace ver a la universidad nacional como el verdadero laboratorio de la
sociedad mexicana del futuro.
¿Por qué ni Carballido ni sus colegas
dramaturgos participan de esta coyuntura siendo su extracción universitaria y
su condición generacional prácticamente la misma? Quizás porque ya eran autores
profesionales y estaban cumpliendo una misión distinta para el teatro institucional.
Antes de concluir la década Carballido apenas rebasa los 30, pero ya ha estrenado
al menos cinco obras importantes, entre las que destacan La zona intermedia, Felicidad y
La danza que sueña la tortuga. Con ellas contribuye a renovar el lenguaje
coloquial de la escena y a impulsar una visión distinta de la provincia
mexicana, más cercana al neorrealismo
por su connotación al mismo tiempo realista y poética, según aseveración de
Magaña Esquivel. La influencia del teatro norteamericano es notoria en sus
obras de este periodo, y su eficacia dramática, incuestionable. Tal vez por esa
razón encaja tan bien en el proyecto teatral del INBA, que pretende formar
nuevos repertorios y consolidar la transición de las viejas compañías españolas
a los nuevos grupos y “teatros de bolsillo” que comienzan a propagarse por la
ciudad.
Decíamos que la única incursión de
Carballido en el emergente movimiento universitario se materializa en 1956, a
partir de La hebra de Oro, obra
premiada y producida por el Teatro Universitario. En la reseña del estreno
Armando de Maria y Campos afirma que Carballido abandona temporalmente su
teatro de costumbres y “trata de penetrar en el mundo del subconsciente que m·s
que con palabras se manifiesta con imágenes sucesivas o sobrepuestas en el
tiempo”. Dicho experimento, que supone la asimilación de técnicas del drama moderno,
es suficiente –afirma–, para merecer su incorporación a un repertorio
universitario. La opinión de de Maria y Campos no resulta ingenua pues está
marcando diferencias entre el teatro que impulsa la Universidad y aquel que
promueve el INBA.
Más allá de esta efímera incursión,
Carballido no vuelve a ofrecer sus obras al teatro universitario, y es posible
que éste tampoco se las demande, lo que resulta curioso, por lo menos en la
perspectiva del teatro actual, en el que los directores y grupos buscan afanosamente
a los autores contemporáneos para construir con ellos una visión generacional.
Pero en aquel momento los grupos estudiantiles siguen el ejemplo de los fundadores
y buscan en los textos clásicos la posibilidad de nuevos discursos escénicos, o
bien se afilian a las búsquedas vanguardistas europeas, catapultadas en los 60
por la influencia de Jodorowsky. Como ejemplo de esta aseveración podemos señalar
que el propio Héctor Mendoza, paradigma del teatro universitario, estrena como
director textos del siglo de oro mientras que como autor debe acudir a los
escenarios extra universitarios.
A partir de los 60, y muy particularmente
en los 70, se desarrolla una guerra que no tiene protagonistas claros, aunque
hable de directores y dramaturgos enfrentados por el control del teatro. Se
trata de la continuación de un debate que ha iniciado con Artaud y los
surrealistas, en los años 20, y que en los 50 ha logrado implantar en el
underground norteamericano la realización de un teatro sin dramaturgo. Los ecos
llegan a nuestro país y la universidad es una de sus principales trincheras,
aunque curiosamente no se generan pronunciamientos claros ni enfrentamientos
abiertos; a lo mucho se habla de la batalla por las “comas” del texto o por la libertad de montar incluso la
“sección amarilla”; pero si tratamos de rastrear los discursos es poco lo que
podremos encontrar en revistas o libros de la época. En cambio, lo que hay es
una recomposición de los mandos que ahora tiene a los directores como
funcionarios y promotores de un
teatro más proclive a lo visual que a lo textual. Pero si sus
intenciones son fantásticas en cuanto la necesidad de desarrollar un lenguaje
escénico no dependiente de la palabra o de las estructuras aristotélicas (decía
Edmund Carpenter que si el sonido en el cine se hubiese retrasado al menos
otros 10 años en aparecer los avances que éste hubiese logrado en términos
narrativos habrían sido mucho más radicales), más temprano que tarde hacen su aparición
los excesos que, lejos de llevar los experimentos del teatro visual a
formulaciones narrativas asimilables por el público, lo alejan cada vez más,
convirtiendo el escenario (y la sala) en un patrimonio exclusivo del director.
Es decir que el fenómeno ritual del teatro, que Walter Benjamín definiera poéticamente
como “presencia de auras” se pulveriza para dar paso a discursos crípticos en
los que el público no tiene cabida.
No podemos saber de qué forma estas nuevas
corrientes afectan el trabajo de Carballido, quien para entonces ya era el
dramaturgo mexicano más representado; pero lo cierto es que sus obras se alejan
cada vez más de los escenarios universitarios y obtienen, en cambio, la gloria
del público. En contraste muchos otros autores se pierden en lo que se ha dado
en llamar la “generación perdida”, de la que, no obstante, surgirá un
movimiento dramatúrgico más sólido y propositivo. Sólo es a mediados de los 90
que la institución universitaria le rinde a Carballido un homenaje por medio
siglo de actividad escénica, pero incluso el éxito de esta rehabilitación deja
en el aire la pregunta sobre lo que es hoy en día el teatro universitario, ¿aquel
que se presenta en sus espacios o el que surge de sus estudiantes y egresados?
Ese es, en todo caso, uno de los temas que deben plantearse con claridad en
este volumen. Y si no, queda por lo menos la posibilidad de preguntar si
Carballido es o no miembro de nuestra constelación universitaria.
En Voces de lo efímero, las puestas en escena en los teatros de la Universidad, México, UNAM, 2007, pp. 148-51
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