8/12/19

El teatro o La metafísica de la acción

Estudio introductorio a El espectáculo invisible (1999)


Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento,
Pero que hiciese pedazos el universo.
Ciorán


  1. La tentación de escribir (sobre teatro)

Es una verdad incómoda que nuestra obstinación por hacer teatro sea inversamente proporcional a la necesidad, gusto o capacidad de reflexionarlo y de vernos en él. Si el número de nuestros estrenos pareciera testificar a favor de una vigorosa actividad teatral, así de cuantiosa es la carencia de parámetros para deslindar lo oneroso de lo esencial, el grano de la paja. Se ha comentado reiteradamente que en México no existe la crítica teatral, pero en las mismas ocasiones se ha dicho que esa verdad lo es a medias; existen críticos en México, algunos de ellos serios y estimados, pero no existe un fundamento de la crítica teatral. En el mejor de los casos la crítica casuística aporta elementos de análisis, pero no aspira a crear un mecanismo de espejo que en verdad retroalimente. Lo único, o casi, que existe en nuestro país es la opinión periodística (que nada tiene que ver con la propuesta crítica de Lessing); este formato breve al que estamos acostumbrados cumple, eso sí, una función muy práctica al colocarse el interlocutor en la posición de público; tal vez así podamos comprender por qué nuestra obra ha fracasado ante un espectador medio, o encontrar el secreto del éxito comercial que antes del estreno no podíamos sospechar. Sin embargo, lo limitado de esta visión inmediatista deviene casi siempre en la pérdida de los esencial, de aquello que los artistas realmente queremos decir y de las formas que adoptamos para hacerlo. La crítica no es un medidor de calidad artística, sino el intento de una reflexión sobre el mundo, sobre los hombres y sus relaciones, a partir de los materiales que el artista propone. 
      Habrá que reconocer, no obstante, que el desarrollo de nuestro teatro no es con mucho un problema de la crítica. Ignacio Rodríguez Galván, eminente dramaturgo del Romanticismo nacional, muerto a los 26 años, atribuía la ausencia de sentido crítico y desarrollo teatral a la educación de nuestro pueblo: “refórmese el público y el teatro se reformará con el tiempo”, afirmaba en uno de sus escasos artículos sobre teatro, y en ese punto parecía coincidir con Usigli, quien un siglo más tarde escribirá que “para que México siga al teatro e su estado de cristalización definitiva, el teatro necesita primeramente seguir a México en su evolución”. El teatro –continúa el autor de El Gesticulador–, es el arte final, el que refleja el último estado de civilización de un pueblo. Siguiendo este pensamiento, podría decirse que Grecia, Japón, Gran Bretaña, España, Francia, Alemania, Rusia y Estados Unidos no fueron civilizaciones con verdadera identidad nacional hasta que sus pueblos y sus gobiernos levantaron sobre sus hombros un arte teatral que los identificó; pero a esta afirmación seguiría una duda más inquietante, en el caso de México: ¿después de 500 años de mestizaje, ¿dónde está ese movimiento teatral que verifica la existencia de una nación, territorial y espiritualmente hablando? A no ser por el auge de nuestro género chico –cuya trascendencia literaria ha sido socavada hasta el cansancio–, resulta difícil encontrar un momento más feliz de unión entre un pueblo y lo que sucede arriba de sus escenarios, todo lo cual nos lleva a pensar que, o bien nuestro teatro es el vivo reflejo de una nación enana, inculta e inmediatista, o el país no ha llegado a un nivel de desarrollo que permita el florecimiento de ese gran teatro por el que tanto suspiró el propio Usigli. 
   Parece que lo que se ha hecho no es suficiente: el teatro no ha conseguido dibujar nuestro mapa interior, México sigue siendo tierra virgen para la cartografía teatral. En algún tiempo se creyó que esta demanda quedaría saldada mirándonos en la historia y hacia allá dirigieron su pluma nuestros más ilustres dramaturgos; sin embargo, salvo honrosas excepciones, lo que se expuso fue un retablo rígido y maquillado de nuestros pasajes y personajes nacionales. En tiempos más recientes se creyó que convirtiendo lo escenarios en campos de denuncia política, y a los actores, directores y dramaturgos, en activistas del cambio social, el teatro sería adoptado por un público súbitamente consciente de su compromiso histórico. Esta propuesta tuvo sus adeptos, a veces numerosos, pero sólo arrojó un puñado de obras (o algo más) que ahí quedan para testimoniar un momento de nuestro ser nacional. Otros intentos por hacer del teatro un espejo de nuestra identidad nacional se llamaron realismo costumbrista, teatro sintético o de masas, teatro universitario (que expresaba a un México joven y moderno a punto de entrar en su mejor etapa de desarrollo), pero ninguno de ellos configuró una experiencia estética totalizadora, quedando como antesala del gran momento teatral que estaba por venir…, y que jamás llegó. 
     Hoy en día nadie parece tener la mira puesta en el esplendor futuro de nuestro teatro, sino en su estricta supervivencia. El arte teatral parece vivir tiempos de ignominia (se apela al término porque el sentido del teatro está en su público y en las condiciones actuales resulta casi penoso hacer teatro para nosotros mismos, lo que no necesariamente es un rasgo de fatalidad sino –tal vez–, de la más pura identidad). Pero volviendo a nuestro planteamiento anterior, probablemente hemos caído en un error de apreciación que consiste en buscar en un solo periodo del teatro la visión total y definitiva de nuestra identidad. Coincidiremos, en cambio, que en cada época se han arrojado pistas importantes para reconocernos como parte de una demarcación –acaso imaginaria–, de la que cabalmente nos sentimos ciudadanos. 
    Lo que faltaría, entonces, es realizar la exégesis que nos revele a nosotros mismos en ese rompecabezas difuso que es el teatro nacional, o simplemente el teatro. Ésa es la labor del crítico, del ensayista, del dramaturgo. Ésa es la tarea que, estando al alcance de la mano desdeñamos continuamente debido a nuestra escasa capacidad de reflexión y a la todavía más escasa costumbre de escribir lo que pensamos. No, no estamos habituados a expresar lo que verdaderamente pensamos de nuestro trabajo y el de nuestros colegas. No obstante, si en la práctica teatral está la mitad del secreto para encontrarle la vuelta a ese periodo ignominioso de nuestro teatro, la otra mitad es probable que sólo se encuentre en la escritura crítica, en la reflexión ensayística, en la meditación poética y, en definitiva, en el encuentro de interlocutores que nos ayuden a pensar el teatro de nuestros días
    Esta es, de suyo, la primera aportación del libro que tenemos entre manos, mismo que, partiendo y centrándose en las reflexiones sobre el arte de la actuación, busca sembrar en el lector (muy referiblemente en el actor-lector) el principio de incertidumbre capaz de activar el pensamiento. Con ello es probable que inaugure una forma de pensar el teatro: no a través de la crítica ni de la reflexión teórica, sino mediante el juego de observación que, buscando las fisuras del razonamiento teatral, intenta perfilar los contornos invisibles de un arte que se esconde de sí mismo en medio de una realidad que inopinadamente se ha teatralizado. 


  1. Genealogía de un discurso teatral

En paralelo a su actividad escénica, Luis de Tavira (Ciudad de México, 1948) ha venido publicado en diversos medios sus reflexiones sobre el teatro. Desde la aparición de Un teatro para nuestros días (1982) hasta la edición de El espectáculo invisible ha dado a conocer casi una decena de ensayos, y al menos un centenar de artículos, por no mencionar sus innumerables conferencias y participaciones en eventos académicos, todo lo cual constituye un cuerpo discursivo poco común en nuestro medio. De intentarse la reunión en un volumen de sus más importantes escritos —tal como lo ha hecho José Ramón Enríquez con su Pánico escénico (1997) tendríamos la posibilidad de reconocer un pensamiento que, aunque en movimiento, sigue líneas claramente definidas. 
     Ya dijimos que Un teatro para nuestros días es el trabajo que inaugura su actividad ensayística, y no resulta casual que dicho escrito inicie con una duda: “es difícil –expresa– llegar a una definición exacta de aquello que se entiende por teatro”. Sin embargo, antes que paralizante, la duda es activa; plantea la necesidad de reflexionar como paso previo a toda formulación. Por eso en la primera oportunidad propone una definición hipotética lo suficientemente amplia como para convertirse en materia de su disquisición: “entendemos por teatro algo discutible, algo dinámico, algo que obedece a un determinado pueblo y época. Algo que tiene el poder de mostrar la realidad como transformable”.
     Desde estas primeras líneas Tavira externa su adhesión a una formulación épica, en el sentido planteado por Brecht, capaz de mostrar los mecanismos de la opresión social y los caminos para su aniquilamiento: un arte no de la acción, sino del acontecer. El teatro se concibe, entonces, como medio y no como fin; el teatro como deber antes que como placer. No obstante, si bien el autor plantea en consecuencia una serie de características y reglas observables por el artista épico. mas adelante resulta presa de su propia experiencia artística al corroborar que el teatro es polisémico es decir que, por su complejidad de elementos y asociaciones, privilegia la multiplicidad de interpretaciones. ¿Contradicción de la épica brechtiana que no deja lugar a dudas? En todo caso. paradoja que como escritor y maestro Tavira ha seguido reelaborando a partir de su teoría del análisis tonal en la que realiza el procedimiento inverso: el encausamiento de la polisemia teatral para crear un concepto unitario. Así lo anticipa en la última oración de este ensayo inicial: “Creo que la puesta en escena es de alguna manera la construcción de una visión del mundo."
     Hacia fines de la década anterior Tavira mantuvo una Columna en La Jornada Semanal, que entonces dirigía Roger Bartra. Su columna ocupaba la última página del suplemento, lo que propiciaba que muchos de los que entonces comenzábamos a hacer teatro y que veíamos en sus obras un paradigma controversial iniciáramos el semanario por el final. Queríamos discutir con él y con sus escritos que, por otro lado, ofrecían brillantes acercamientos analíticos a los postulados de Brecht, Brook, Diderot, Stanislavsky, Kantor y otros. Los artículos proponían otra forma de mirar el hecho teatral, aunque con el transcurso del tiempo se aparecen más bien como los apuntes iniciales de un estudio amplio sobre el teatro que el autor ha pospuesto indefinidamente (aunque sus aforismos pudieran constituir una condensación); en todo caso, ahí están como un rompecabezas que ofrece una visión coherente de su entendimiento global del hecho teatral.
En la última década, en cambio, ha dedicado reiterados estudios al teatro de nuestro país, comenzando por La mujer y el teatro en México (1988); allí comienza por sugerir la naturaleza femenina del teatro para después abordar el recuento histórico que tiene en las mujeres a las principales protagonistas de la escena nacional, fundamentalmente las actrices. Aunque el tema central de este ensayo parece ocupar un sitio marginal con relación a sus preocupaciones recurrentes, está poblado de citas y reflexiones a las que volverá una y otra vez en cada uno de sus escritos.
Un terreno más propicio se le ofrece en La ciudad del teatro (1996) donde aborda la obra ensayística de Rodolfo Usigli. Allí pone a prueba la proposición dilemática del dramaturgo por reconocer la historia del teatro en México o, en contraparte, a México en el teatro. Usigli plantea la necesidad de una “indagación que dé razón de la existencia de México en el teatro y no la de una relación en ‘ordenado desfile de autores y obras’ que intenta testimoniar la presencia del teatro en México”. Encontramos en esta formulación un planteamiento que Tavira retoma al insistir en la inutilidad de historiografiar aquello que sólo tiene presente para evidenciar, en cambio, la urgente necesidad de realizar la genealogía del teatro, un estudio que tenga como tarea encontrar los vasos comunicantes existentes entre las distintas corrientes o experiencias teatrales surgidas en nuestra demarcación espacio-temporal.

La historia del teatro parece ser imposible. Si el teatro no es reductible a la literatura dramática, si se trata de un arte colectivo, interdisciplinario, vivo y por lo mismo efímero, su existencia aparece y desaparece sin dejar huellas palpables, más allá de los textos, los edificios y las crónicas de sus efectos más superficiales en la sociedad. Hoy como antes, esta es una certeza que se impone a todo esfuerzo por documentar la existencia histórica del teatro, tal vez porque, parafraseando a Usigli, la esencia del teatro sea antihistórica. 

El proyecto usigliano de colocar a México en la “alta dimensión del teatro" permea la crítica que Tavira realiza al género chico en El otro teatro, estudio introductorio para la reedición de El teatro de género chica en la revolución mexicana de Armando de Maria y Campos (1996). Comenzando con un epígrafe lapidario a cargo de Benavente, en el que exige que no se hable de “arte barato, arte caro, arte grande y arte chico, porque el arte es o no es”, Tavira desarrolla un arriesgado juego de interlocución en el que, lejos de enunciar y glorificar al libro que presenta, lo pone en jaque de manera que el lector se introduzca advertido y realice su propia interpretación crítica. Al entusiasta balance que Maria y Campos hace de este género en términos sociológicos, Tavira opone el desencanto por su raquítica herencia artística; a la glosa heroica que constituye tener un teatro en boca de todos y pendiente de cuanto ocurra en la vida social del país, se le enfrenta la triste realidad de la cultura masificada que, lejos de desarrollar, uniforma y degrada la sensibilidad colectiva; incluso las obras que Maria y Campos analiza positivamente por su ingenio y frescura son relativizadas por nuestro ensayista debido –en su opinión– a un excesivo afán paródico y a la nula imaginación para proponer nuevas estructuras y convenciones teatrales.

La parodia ejercitada ad nauseam, ad absúrdum, hasta provocar una irreversible desteatralización del hecho escénico es, sin duda, la constante categórica y definitoria de la vasta producción dramatúrgica y escénica de lo que pretende reunirse bajo la taxonomía de género chico (…) Con ironía, tal vez habría que decir que su mayor mérito teatral consistió en su capacidad de desaparecer definitivamente.  

Partiendo de sus definiciones generales sobre el hecho escénico, Tavira ha venido cerrando el círculo en torno a la situación del teatro en nuestro país, y en su lectura expresa la existencia de un devenir teatral desarticulado y sin propósito. Por esa razón en Paradojas y aporías de las políticas teatrales (1997) manifiesta que “ha llegado el momento de dejar de dilapidar talento, presupuesto, organización y trabajo” en la producción de obras que no generan un discurso colectivo.

Urge construir un discurso teatral mexicano. Un discurso entendido como la articulación de los materiales dramáticos y escénicos según un ritmo de crecimiento y una interdependencia propias de la vida del espectáculo. Un discurso capaz de responder a la necesidad espiritual de una expresión artística abierta y plural, capaz de articular en una organización eficaz la iniciativa de sus artistas, capaz de proponer una lectura continua para un público que se forma en el ejercicio de su disfrute. Estimular a la creación artística quiere decir también movilizar al teatro. Movilizar al teatro significará hoy vivificar la cultura, vivificar la cultura, hoy como nunca, será devolvernos la esperanza

En su intención por centrar la discusión en la elaboración de un discurso teatral, tal vez no resulte casual que los escritos que anteceden a la publicación de El espectáculo invisible concluyan con el Prólogo a la edición de la Dramaturgia de Hamburgo de GE. Lessing (1998), porque tal vez esta publicación pueda representar un síntoma propagador. Considerado el precursor del teatro alemán tanto por sus obras –que influirían notablemente en Goethe y Schiller–, como por sus ensayos críticos, Lessing es también el impulsor de una actitud respecto al teatro. Con su Dramaturgia inaugura la crítica teatral, aquella que entabla un diálogo creativo y enriquecedor con la obra, y la obliga a encauzar su desarrollo precisamente hacia el fortalecimiento del discurso que define a una cultura específica. Así, pues, el prólogo que Tavira hace a esta importante obra crítica parece confirmar la necesidad de instaurar un proceso de interlocución crítico y permanente entre artistas y estudiosos, con el fin de perfilar los rumbos de un arte teatral que, aún tambaleante en su marginalidad, ha sido puesto en libertad por el mercado para expresar, como ningún otro, los rasgos inocultables de nuestra identidad.


  1. Pensar la persona como obra de arte


A diferencia de su obra crítica y ensayística anterior, El espectáculo invisible (1999) se presenta como un salto a la página en blanco, sin referente previo ni causalidad intrínseca Como afirma su autor, no es el resultado de un proyecto de afirmación teórica, sino el discurrir de sus reflexiones a lo largo de años de confrontarse cotidianamente con la práctica teatral.
     No sabemos con precisión en qué momento surgió la idea de escribir aforismos, pero algunos de los incluidos en este volumen ya aparecen entrelazados con otras ideas en sus escritos anteriores. La sintaxis breve y categórica, así constituya una generalización, es un reclamo permanente al que todo autor sucumbe. Sin embargo, habrá que destacar que, al extraer las oraciones de su contexto original, y aun al trabajar específicamente para este género, donde lo escrito queda despojado de tierra firme y los pensamientos giran sobre sí mismos, el autor ha subrayado el sentido paradójico de las ideas, hecho que no sólo plantea diversas interpretaciones, sino que invita a la relectura y, sobre todo, a poner en tela de juicio la pretendida evolución del teatro, en un tiempo en el que “buscarlo nuevo ha dejado de ser novedoso” (aforismo 311).
    Los aforismos son proposiciones dilemáticas, antítesis resumidas derivadas de una honda reflexión. En este caso. han sido producto de una larga, larguísima confrontación con el trabajo del actor, el ser paradójico por excelencia: el que es y no es, el que reacciona a estímulos ficticios, el que memorizas hechos para él desconocidos, el que sabe todo lo que no sabe y no sabe todo lo que sabe. El conjunto de aforismos brota de esa paradoja y a ella se debe; de ahí su dedicatoria al actor ya la reconstrucción-invención de su mundo, en el contexto de otro mundo, el real. que se empeña en ser ficción.
      Si la elección del aforismo como forma discursiva resulta una consecuencia natural y no premeditada del proceso de reflexión al que aludimos anteriormente, su número y estructura, en cambio, responden a la exigencia consciente de un marco que los contenga. De ahí que la cifra redonda de aforismos busque englobar una certeza general como contrapeso a la duda metódica expresada en cada frase. En ese sentido, acogiéndose más al mito arcaico del eterno retorno que a una visión historicista, los 365 aforismos parecen señalamos la aspiración a cumplir un ciclo, luego del cual volveremos inevitablemente al principio. Para observar la congruencia de esta formulación, conviene concentrarnos momentáneamente en la última parte del volumen, donde se plantea, entre otras cosas, el transcurrir del tiempo como materia constitutiva del teatro; arte del presente, hecho de tiempo, cuya esencia es efímera e imposible de reproducir industrialmente, “no parece haber nada más antimoderno que el teatro, y sin embargo, parece que nada como el teatro puede ofrecerle a la humanidad la ocasión de recordar que alguna vez fuimos personas (…); arte sólo para hoy, presente radical; nada resulta más moderno" (af. 336). En su cualidad antihistórica, el teatro representa un juego ritual que “se hace fiesta cuando se afirma en la radicalidad de lo efímero. la fiesta sucede una sola vez, para anunciar desde su carácter festivo el eterno retorno de lo mismo” (af. 309). A partir de aquí podemos apropiarnos de la observación de Mircea Eliade cuando, al estudiar a las culturas arcaicas, destaca “en ese menosprecio de la historia, es decir, de los acontecimientos sin modelo transhistórico, y en ese rechazo del tiempo profano, continuo, cierta valorización metafísica de la existencia humana”.
Visto de esta forma, la acción metafísica del teatro consistiría, entonces, en lograr un espectáculo invisible en la mente del actor: “un pensar que es un hacer, un hacer que es un pensar”. Esta operación, sin embargo, es algo más que un acto de imaginación; en todo caso, constituye un proceso de iniciación y comunión. Su principio esta en el rechazo a los pasos que el teatro ha dado para integrarse a la cultura masificada y mediatizada: “quien abraza la vida del teatro, que es el arte de la vida presente, sabe que renuncia a la historia” (af. 89); pero también significa la renuncia al público que se ha deformado en la masa de los consumidores industriales: “el teatro, arte de la personificación, ha de excluirse de esa sociedad para reencontrar al espectador del que depende su subsistencia artística: la persona que es oposición radical a la masa” (af. 337). En este acto de autoexilio se asume, entonces, la búsqueda de la persona que, en principio, es la búsqueda que el actor hace de sí mismo: “[el actor] se mueve en lo invisible, habita la ausencia. Su reino no es de este mundo" (af. 27). Finalmente surgirá el encuentro con uno, con dos o con varios; con la persona capaz de “aventurarse en el laberinto de la mente del actor” (af. 4), y se descubrirá un mundo ausente o paralelo a este mundo histriónico e histérico que habitamos: “la verdad en el teatro siempre es clandestina” (af. 200).
En su discurrir laberíntico, resulta revelador encontrar en cada aforismo hilos que nos llevan de una cámara a otra, que hacen brotar de los pensamientos aislados una sola reflexión continua. ¿Podríamos aventurar una ruta segura para el lector? No parece deseable sino el extravío en cada punto, porque la salida tarde o temprano llega sin buscarse. No obstante, quisiéramos destacar una premisa: el desentrañamiento de la persona-personaje que habita el actor, y la activación del pensamiento como punto de encuentro entre el actor (personaje) y el espectador (persona). Podríamos encontrar una manera más sintética de afirmarlo, y eso nos llevará nuevamente al autor, quien en palabras no impresas nos plantea contundentemente su aspiración: “pensar en el actor es ya pensar en la persona como obra de arte”.
No es tarea de este prólogo adentrarse más allá en la interpretación de los aforismos, sino invitar al lector a que realice su propia incursión, con la seguridad de que pondrá en juego su inteligencia y su imaginación, y de que encontrará proposiciones dignas de compartir, completar y discutir. Los aforismos cumplen ya una tarea que se mencionaba en la primera parte del presente estudio: la búsqueda de interlocutores, sean creadores o estudiosos, que ayuden con su reflexión a la construcción de un teatro para nuestros días. ¿Sobre qué bases habrá de construirse ese teatro? Las proposiciones que se ofrecen y se comparten en este libro se fundamentan en el actor y en su insustituible capacidad para guiar al público en el viaje de su propia imaginación. Quizás todo esto no haga sino responder, finalmente, a la vieja aspiración de Ibsen, quien, pesimista ante los cambios externos en las estructuras sociales, afirmaba: “lo que se necesita es una rebelión del espíritu humano”. Veamos qué interlocutores alzan la mano a partir de esta formulación.




Tavira, Luis de (1982), Un teatro para nuestros días, en Sergio Jiménez y Edgar Ceballos, Teoría y práxis del teatro en México, México, Ed. Gaceta, 1982, pp. 307-30

Tavira, Luis de (1988), La mujer y el teatro en México, en México en el Arte, núm. 20 (Nueva época), pp. 53-65 

Tavira, Luis de (1996), “La ciudad del teatro”, prólogo al IV tomo del Teatro completo de Rodolfo Usigli, México, FCE, 448 pp.

Armando de Maria y Campos (1996), El teatro de género chico en la revolución mexicana, México. Conaculta (Col. Cien de México), 486 pp.

Documenta-CITRU # 4, mayo 1997, pp. 70-75 

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GE. Lessing (1998), Dramaturgia de Hamburgo, México, Conaculta, 570 pp.


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