Introducción
Digamos, para contextualizar someramente, que buena parte de la cultura mexicana del siglo XX cobró forma al amparo de la revolución institucionalizada, un sistema de gobierno con fachada democrática y estructura vertical al que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta por su capacidad para renovarse periódicamente y así mantener el orden, el progreso y la hegemonía. Incluso en los Setenta, cuando inició la debacle económica, la clase gobernante conservaría el control político gracias, sobre todo, a la falta de contrapesos organizados. Pero a mediados de los Ochenta un terremoto de ocho grados en la escala de Richter cimbró las estructuras y despertó a una sociedad civil que, desde entonces y con desigual fortuna, ha propiciado un cambio paulatino e irreversible en las formas de organización y convivencia. Estos cambios han tenido su consecuencia más visible en el aspecto electoral, pero sus implicaciones son mucho más amplias, aunque nadie pueda determinarlas todavía, sobre todo considerando que el movimiento no ha sido producto de acuerdos mayoritarios, sino del empuje caótico de una sociedad que desea cristalizar una reforma profunda, pero que aún no sabe cómo construir un consenso.
En el campo del teatro este proceso ha tenido también
sus resonancias, primeramente, en los aspectos de producción, pero también en la forma de abordar sus contenidos y en la de establecer contacto con su público. Si durante décadas el Estado asumió el patrocinio de las artes como un ogro filantrópico que por igual golpeaba, premiaba y terminaba devorando a sus propios hijos, en la década del Ochenta comenzó a operar el cambio en sus políticas culturales. Con la creación en 1988 del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (una estructura virtual que se impuso sobre las instituciones emanadas de la postrevolución), el Estado dio un golpe de timón y estableció una política de apoyo directo y sin cortapisas a los creadores, pero responsabilizando a éstos de la conclusión y éxito de los proyectos. Con esta medida se democratizaba y transparentaba el acceso a los espacios y recursos públicos --cualquier grupo artístico de cualquier procedencia tiene derecho a ser apoyado por el Estado y, además, es evaluado por un consejo de pares--, pero también se establecía tácitamente que no había más política que la dictada por el mercado… cultural. El asunto tiene sus aristas y es difícil de valorar con objetividad. En principio dejaba una impresión de apertura, de vitalidad, pero, por otro lado, resulta que nadie estaba preparado para mantener una relación directa con el público; el primer interlocutor del teatro siempre había sido el Estado, aunque no fuera más que para criticarlo; el teatro se hacía por obra y para gracia del tlatoani y de su élite intelectual. Con todas sus implicaciones, pues, la nueva estrategia condicionaba su apoyo a la capacidad del artista para crear a su público. ¿Cómo proceder entonces? Ahora el proyecto artístico debía girar en torno a una estructura de gestión que pudiese despertar el interés del público y, al mismo tiempo, el de nuestros pares artistas, de las instituciones públicas, las asociaciones civiles y de la iniciativa privada. Por eso un primer rasgo de identidad del teatro mexicano actual es la búsqueda incesante de su público, de un público real que interactúe con él, lo retroalimente y le dé sentido.
Actualmente coexisten en actividad al menos cuatro generaciones de artistas teatrales que podríamos definir como de los decanos, los maestros, los casi hegemónicos y los emergentes. Si algo puede caracterizar a este momento es la multiplicidad (Dubatti dixit), la falta de un discurso preponderante. Más bien es el momento de las voces únicas, de la pulverización de los intereses comunes.
Por otro lado, el fenómeno de la federalización en materia de cultura comienza a vislumbrarse como una posibilidad real, así sea con el mismo desorden que el resto de la transición política de nuestro país. Este hecho amplía el espectro de análisis –recuérdese que durante siglos México ha sido un estado centralista--, pero al mismo tiempo obliga a estirar los criterios al momento de hacer una valoración de alcance nacional pues más del 80 % del teatro que se hace en el país sigue teniendo un carácter amateur o didáctico.
Por lo pronto, y para dejar claro que nos resulta imposible sintetizar en un volumen tan breve las voces representativas de este momento teatral, a continuación, presentamos cinco ejemplos que no constituyen sino un muestrario aleatorio de las múltiples corrientes que prevalecen en el circuito teatral mexicano. Hemos elegido con absoluta subjetividad, pero guiados por el olor de lo vivo, cinco ejercicios que dan testimonio de las múltiples perspectivas de creación puestas en juego: tenemos aquí dos textos de autor (en su acepción más tradicional), uno de ellos proveniente de la literatura y otro de formación escénica; una dramaturgia de actor y otra de grupo, así como un experimento de narración escénica. Tres de las obras han sido escritas en el DF y las otras dos pertenecen a dramaturgos del interior del país. De los seis autores, cinco son hombres, lo que, debemos decir, no equivale al porcentaje existente a nivel nacional; además, todos ellos nacieron entre 1963 y 1973; esto quiere decir que sólo contemplamos a dos de las generaciones antes mencionadas. Sin embargo, no me cabe la menor duda que estos cinco textos son un fiel producto de la transición cultural mexicana, todos ellos se hacen preguntas o bien defienden perspectivas que todos nos hemos planteado en algún momento, sea en el aspecto ideológico o estético. Por ello confío en la pertinencia de reunirlos en este volumen tan breve como emblemático.
Abre la antología Martín Zapata con su primera obra: Ik dietrik fon, estrenada en el lejano 1989, aunque él mismo continúa presentándola esporádicamente con lo que se mantienen vigentes las premisas de su creación. Zapata se inició como actor en el Centro Universitario de Teatro, pero lejos de darse a conocer junto a una generación determinada de egresados, ha desarrollado (en todos los sentidos) una obra personal en la que, por un lado, concentra los roles de dramaturgo, director y actor, pero, por otro, subordina los dos primeros a la visión, creación y práctica de este último. El que estemos ante uno de los más singulares casos de dramaturgia del actor en nuestro país se aprecia de manera muy curiosa en su último trabajo, El insólito caso del señor Morton (2004), donde prácticamente no actúa y, sin embargo, permea con su estilo la construcción de cada uno de los personajes. Comenzando por la apariencia, los caracteres masculinos de Zapata responden a un mismo molde: saco, pantalón y sombrero negros; vida solitaria, caló de novela negra y un sentido clownesco de la realidad. Hay quien define su trabajo como “narración pantomima”, pues el actor trabaja con diversos recursos que van de la narración verbal a la utilización de acciones físicas y pantomima. Según lo explica el propio Zapata, Ik Dietrik Fon surgió de su atracción por la fonética alemana; buscaba desarrollar una especie de lenguaje inexistente que, no obstante, en su peculiar musicalidad pudiese transmitir un discurso aprehensible para el espectador. Como es evidente el trabajo corporal y fonético del actor resultan pieza fundamental en una creación de esta naturaleza. De alguna forma Ik dietrik Fon constituye una pieza emblemática para una generación que se alejó de estéticas e ideologías dominantes y comenzó la búsqueda de lenguajes propios, íntimos, personales.
El caso de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio es el de un tránsfuga de la literatura que, en forma por demás inusual, se ha dado a conocer a través de la lectura antes que por las puestas en escena. Hace apenas un lustro comenzó a propagarse la noticia de que en Querétaro radicaba un autor que, a pesar de ganar todos los premios dramáticos en los que participaba, aún no había estrenado una obra. En poco tiempo, sin embargo, Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio abrevió su nombre a Legóm y, además, comenzó a estrenar con una rapidez que resulta aún más inusual; grupos de todo el país se han abocado en los últimos años a desentrañar su idea teatral de ridiculizar y dignificar al mismo tiempo la mezquindad y miseria humanas. El oportunismo de sus creaciones ha consistido, entre otras cosas, en hacer un retrato amoral de la inmoralidad en que está inmersa nuestra sociedad. Desde sus primeras obras: Los restos de la nectarina, El jugo de tres limones y Diatriba rústica para faraones muertos se ha destacado por la construcción de personajes cínicos que se moldean a partir de la palabra y el tiempo. En estas obras no hay propiamente una acción dramática, sino una situación a la que se le aplican capas de tiempo con el efecto subsiguiente de una erosión dramática que, sin embargo, no necesariamente busca la modificación de los personajes, sino en la mayoría de los casos su acentuación. Las chicas del 3 y media floppies (escrita el mismo fin de semana que su hermana gemela: De bestias criaturas y perras), supone una evolución de su lenguaje teatral y, paradójicamente, la negación de toda notación dramatúrgica. En ella se aprecia un intento más radical por apartarse de la acción dramática y concentrarse obsesivamente en el personaje, como si todo surgiera de él. Para entender dicha postura podríamos remitirnos a su Introducción a las secuencias adjetivas[1], ensayo en el que establece los lineamientos de un teatro construido a partir del personaje. Si el personaje es la parte sustantiva del discurso dramático –afirma--, la acción dramática es el proceso de aportaciones a ese molde sustantivo (personaje vacío); es decir que –citando al propio Legom-, “no se crean personajes para ejercer acciones sino que (a la inversa de lo que sugiere Aristóteles) creamos al personaje mediante las acciones”.
Por el contrario, Claudia Ríos es una dramaturga formada íntegramente en las tablas como actriz y directora; por ello en su escritura se aprecia la conciencia del espacio y el tiempo teatrales, del adentro y afuera del escenario; del ser y estar del actor en escena. Mientras se desempeñó profesionalmente como actriz, Ríos asistió a talleres de dramaturgia y pergeñó ejercicios que rescribía y rescribía sin darlos a conocer, hasta que con Las gelatinas entendió lo que es alcanzar la cocción exacta de una obra. Con ésta, que Vicente Leñero define como una “historia entre sórdida y tierna” Ríos ha dado otra vuelta de tuerca al costumbrismo, que ella explora con la intención de sugerir líneas oscuras en el comportamiento humano. Leámoslo en sus propias palabras:
Las gelatinas es una obra que escribí cuando tenía nueve años; claro metafóricamente, porque entonces veía a mi hermana de catorce, la música que oía, a sus amigos, y me quedé con todo eso pegado: las cosas, los vasos, el teléfono empotrado a la pared y sobre todo LA MUSICA; y la eterna pregunta de qué pasaría con todos esos chavos que se metían tantos ácidos, no sé... , es como Los años maravillosos, pero al revés: Los años horrorosos que estuvieron por venir... También es una especie de reclamo a mis padres por la indiferencia que tuvieron con la depresión profundísima que tuvo uno de mis más queridos hermanos; durante años vagó por la casa en piyama y tomaba coca cola todo el santo día. Otra de las líneas, y yo creo que es la más importante, es que necesitaba hablar de lo que me da más horror en la vida: La decadencia y la falta de dinero, desde muy chica me llaman mucho la atención esas casas y esas personas que se quedaron atrapadas en el tiempo, así como el paso del tiempo en las personas y en las cosas... Escribí esta obra para gente de mi edad, que supiera qué era un Exin Castillo, que tuviera guardados en su casa discos de acetato y que se supiera canciones de Bread y José José; que recordara la sensación de cambiarle a la tele con la perilla y que hubiera tenido alguna vez una bici Choper... Desde que inicié la escritura de la obra me propuse que los personajes no explicaran ni informaran nada; ellos ya se conocen y no tienen por qué platicar lo que ya saben del otro. Las acciones físicas, las pausas y los silencios son muy importantes en Las Gelatinas, porque a través de ellos el personaje interpreta bien o mal lo que el otro personaje no le quiere decir. También los personajes se echan indirectas, no contestan lo que se les pregunta, cambian de tema cuando algo les molesta, o realizan acciones que van en contradicción con lo que dicen. Me propuse muy conscientemente que el espectador fuera ‘construyendo’ la historia de esta familia, que creara hipótesis respecto a lo que pasó con Roberto... Otra de las cosas que me propuse fue que las escenas importantes sucedieran fuera de escena, y que viéramos sólo la cotidianeidad, nunca lo importante o lo dramático, sino así, como pasa todo en la vida... sin que nos demos cuenta ya estamos en otro lado... Ah, y que fuera suficientemente ácida y tierna y divertida... y que no fuera melodramática...
Estamos ante un testimonio que, a mi entender, no requiere de mayores comentarios para inducir a la lectura.
De los autores incluidos en esta antología quizás sea Edgar Chías el más ecléctico, si bien cada una de sus obras se adscribe a un proyecto de escritura muy específico. Dicha afirmación se confirmará fácilmente al leer los prólogos a cada uno de sus textos; en ellos manifiesta la intención precisa de su experimento. Formado como actor y dramaturgo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, un lustro ha bastado a Chías para convencer de la solidez y profundidad de su obra. Si bien sus primeros estrenos: ¿Ultimo round? (2000) y Cuando quiero llorar no lloro (2001) vislumbraban la aparición de un autor solvente, aunque todavía cauto, la colaboración con la dramaturgia grupal de Circo para bobos (2001) y La mirada del sordo (2002) fue determinante para definir una escritura despojada del aparato escénico y de la notación dramatúrgica tradicional, y más al servicio del habla. A partir de entonces Telefonemas (2004), El cielo en la piel (2004) y sobre todo De insomnio y medianoche, muestran a un autor relajado, preciso, contundente. Telefonemas, en particular, propone la inmersión en los mundos interiores del personaje. Es un trabajo que parte de la solicitud concreta de un grupo: hacer la dramaturgia escénica del cuento Telefonemas del otro lado, de Mauricio Montiel; Sin embargo, a esta solicitud se suman (¿o se interponen?) otros dos importantes referentes: El club de la pelea de Chuck Palahniuk, y El doble de Dostoievski, para desembocar en un relato escénico que propone el ensanchamiento del habla y, a través suyo, el de la imaginación. Consciente de la importancia de las convenciones para el logro de su propuesta, el propio Chías insiste en ellas antes de comenzar la obra; como si fuese su única oportunidad para establecer las reglas del juego, asevera que
Las voces del relato son varias, por lo que conviene al lector hacer un gran esfuerzo de memoria: la estructura es la misma de la que se sirve para referir anécdotas, chistes o mentiras: se desarrolla una narración, con delicadas o burdas descripciones insertas, de sucesos, se encarna a más de un personaje que interviene en ellos, delineando a cada uno por alguna característica específica (una voz chillona, una cara arrugada), y se tiene tiempo para comentar lo que se cuenta, sin dejar de ser narrador, personaje y analista, todo al mismo tiempo. Se sugieren saltos de línea y se utiliza el recurso de letra cursiva para reducir al mínimo la didascalia a favor del ejercicio de la imaginación. Trátese de ver los espacios sugeridos y a la gente de pié, accionando y reaccionando, de otro modo, no funciona.
Se puede colegir de lo anterior que al teatro de Chías puede sobrarle, pero nunca le falta.
Por último, De monstruos y prodigios es el resultado de un laboratorio de creación del Teatro de Ciertos Habitantes, agrupación que en la última década se ha consolidado como principal exponente del teatro mexicano en el extranjero. La historia de este grupo se sintetiza en sólo cuatro montajes que, no obstante, le han bastado para viajar por el mundo y lograr lo que casi nadie en nuestro país: subvenciones y comisiones para presentar sus espectáculos en el extranjero aún antes de estrenarlos en suelo nacional. Bajo el comando de Claudio Valdés Kuri, Teatro de Ciertos Habitantes se dio a conocer en 1998 con el estreno de Becket o el honor de dios de Anouilh; un trabajo de relojería desarrollado sobre una escalinata desnuda que se valió de innumerables y exquisitos elementos de vestuario y utilería, así como del ludismo físico y vocal de los actores, para amalgamar un espectáculo de gran riqueza y virtuosismo. En sus siguientes montajes: De monstruos y prodigios (2000), El automóvil gris (2002) y ¿Dónde estaré esta noche? (2004) el grupo ha desarrollado algunas de las preocupaciones formales ya expresadas en su trabajo inaugural, a saber: procesos largos de integración y creación de un lenguaje común; transformación de espacios dramáticos a partir del actor; rigurosa expresión corporal y vocal; empleo del canto e instrumentos musicales; detallismo y elegancia en el diseño de vestuario y utilería; inexistencia de la cuarta pared o, dicho de otra manera, interlocución directa con el público; ligereza y humor en el tratamiento, etcétera; todo lo cual le ha permitido gozar de un amplio consenso de público y de una inusual longevidad para cada uno de sus proyectos. En el caso específico de la obra aquí antologada se trata de una auténtica dramaturgia de grupo surgida de la investigación y la improvisación escénica, estructurada y redactada por Valdés Kuri y por el escritor Jorge Kuri, con aportaciones de los actores y músicos Hernán del Riego, Mario Iván Martínez, Kaveh Parmas, Antonio Duque, Miguel Ángel López, Luis Fernando Villegas y Javier Medina. En sentido estricto De monstruos y prodigios es una pieza didáctica, o mejor dicho, una conferencia sobre los Castrati en la que, a decir de Rodolfo Obregón, se “entremezclan materiales históricos, referencias musicales y una pertinaz mirada analítica que desnuda al individuo oculto bajo el oropel o las ideas de una época”[2]. Si bien podemos estar seguros de que no responde a una estructura de acción aristotélica, la organización cronológica del material nos propone la misma trayectoria anímica al plantear el surgimiento, desarrollo, esplendor, exceso, decadencia y desaparición de estos seres producto del barroco más recalcitrante. Así, cada cuadro resulta autónomo en su formulación escénica y dramática, aunque interdependiente en su transcurrir temporal. A diferencia de muchas otras tentativas de dramaturgia grupal que no traducen en el escrito los códigos para su lectura escénica, y por lo tanto se aprecian como textos incompletos y poco apetecibles para un lector profano, De monstruos y prodigios tiene el atractivo adicional de disfrutarse como la lección dialogada de un capítulo en la historia del arte.
[1] En, Moncada, Luis Mario (compilación), Versus Aristóteles, Ensayos sobre dramaturgia contemporánea, México, Anónimo Drama, 2004.
[2] Obregón, Rodolfo, Ni monstruos ni prodigios, en Proceso 1264 (21-01-2001), pp. 61-62
No hay comentarios.:
Publicar un comentario