7/6/13

Lecciones de los alumnos


Desde su primera edición en 2002 la Semana Internacional de Dramaturgia Contemporánea ha procurado abrir espacios al intercambio entre autores e investigadores de distintas latitudes, siempre con la intención de enriquecer las experiencias y proveer herramientas teóricas y prácticas a las nuevas generaciones de creadores teatrales. El evento ha contado en suma con la participación de dramaturgos, académicos y promotores de tres continentes y de al menos cinco lenguas, quienes además de presentar lo último de la dramaturgia mundial han propiciado agudos debates sobre temas de interés particular, entre los que destacan, por ejemplo, los conceptos de territorialidad y globalización; la dramaturgia del actor, los procesos pedagógicos o las estrategias para impulsar las traducciones teatrales.
 
     Para hacer más rigurosas las aportaciones y dejar un testimonio del pensamiento teatral contemporáneo, a partir de la tercera Semana se promovió, además, la edición de un volumen de ensayos compilados en torno a un tema rector. Es así como en la tercera y cuarta ediciones vieron la luz los tomos Versus Aristóteles y El drama ausente (Otros paradigmas); el primero de ellos escrito a propósito como material de discusión para el encuentro, mientras que el siguiente constituyó la recuperación de importantes pronunciamientos teatrales diseminados a lo largo de 60 años.
   En ocasión de la 5a Semana (2006) ha tocado el turno a  Lecciones de los alumnos, un volumen de reflexión más íntima, y no por ello menos apreciable, cuyo propósito es el de esbozar una proyección personal en la figura del otro, del maestro, del referente fundamental; dialogar con la obra que se tiene como modélica, y diseccionarla hasta encontrar el impulso vital que la ha hecho permear en la obra propia. Ha sido un ejercicio un tanto paradójico pues se ha pedido a cada autor que hable del otro teniendo siempre en mente la proyección en la obra personal. Hay en esto un doble propósito: por un lado aguzar la observación de un fenómeno de asimilación de influencias que a la postre conformará o no una poética propia y, por otro, detectar dónde están los vasos comunicantes entre los autores contemporáneos y la tradición teatral. En este segundo punto surgen ya interesantes perspectivas pues los nueve autores convocados, nacidos entre 1945 y 1977, todos ellos de una indudable vigencia para la escena contemporánea, apuntan su mirada hacia artistas, corrientes y proyectos sumamente divergentes entre sí.
    La antología se ha organizado por estricto orden de antigüedad, no de los ensayistas sino de quienes han sido adoptados como objeto de análisis. Y como nadie existe antes que Esquilo, Luis Enrique Gutiérrez O. M. (Legóm) abre el volumen yendo a los orígenes para escribir un ensayo sobre su único gurú, lo que más que una pretensión ha resultado ser una definición exacta de su propio estilo. Al igual que en el del viejo decano, en el teatro de Legom la acción ha sido confinada al fuera de escena para permitir el mejor aprecio del personaje y de su poesía dramática. No importa lo que pase, nadie extrañará los espadazos ni las acciones espectaculares en escena, porque en el transcurso dramático no hay más que un tiempo detenido para mostrar, con brutal agudeza, la miseria de ciertos seres que han construido sin sobresaltos su trágica existencia. Siendo así, podemos despreocuparnos de llegar con sus obras a una “resolución” dramática, pues lo más que veremos será a un puñado de personajes cuya complejidad se concentra en el acto del habla. Como se puede apreciar me refiero más al teatro de Legom que a su propio ensayo, pero ese es precisamente el acto de anagnórisis que nos propone el documento; lees una serie de sentencias sobre Esquilo y los orígenes del teatro y en la mente se te aparece el teatro esquiliano de Legom.
     Pasamos a Suecia, a la casa de Strindberg, cuyo espacio nos proyecta hacia un relato introspectivo, un viaje entre aromas, polvos de escritorio y retratos intensos que nos sugieren algo muy difícil de asir, aunque de enorme concreción y contundencia: seis lecciones para encauzar la verdad del impulso creativo: la sutileza, el conflicto, la autorregulación, el rigor, la libertad de perderse y, por último, la verdad personal, privada, la que no se exterioriza nunca. Resulta sorprendente que en un espacio de papel tan reducido Ximena Escalante haya conseguido disparar tantas preguntas y que todas ellas converjan en una sola sentencia: “el verdadero maestro es el dolor”. No el dolor como sensación, sino como cosa, como objeto que se mira: “observa que no defiendo sentir el dolor, no. Mirar, más que mirar, adentrarse en el dolor”. El dolor es el motor de las cosas, la chispa que propicia el fuego creador, por eso al final un consejo que es una verdad inteligente: “más que sufrir, examina el dolor”.
     Por su parte, José Ramón Enríquez concentra su mirada en un viejo conocido de la vida y los escenarios; Federico García Lorca, en quien proyecta una relación filial que ha permeado tanto su formación intelectual como su perspectiva moral y sensorial del mundo. Pero hurgando un poco más en el ensayo encontramos que la figura del poeta no es más que una encarnación, la visión paradigmática que nos conduce al centro mismo de lo que Enríquez considera la esencia teatral: la palabra. Y aquí no hay más que jalar los hilos para encontrar en el autor de La rodaja, La cueva de Montesinos y Las visiones del rey Enrique IV, los ecos de aquel teatro que viene del siglo de oro, de la poesía barroca, y que encarna en nuestro siglo XX en la obra de Valle Inclán y la generación del 27. Pocas veces una obra muestra tan elocuentemente sus influencias, al grado, incluso, de dialogar con ellas en el interior de la obra misma; pero aún más, pocas veces se aprecia un propósito tan claro de concentrarse en la palabra, y más propiamente en la estructura idiomática del español, como instrumento y como fin del experimento teatral. 
     En Los González: Caballero y Dávila, Enrique Mijares fuerza los argumentos para colocar a estos dos dramaturgos, fallecidos recientemente, en la misma corriente de búsqueda, pero en su propia exposición queda de manifiesto que lo que es válido para uno no necesariamente lo es para el otro. No existen paralelismos en la trayectoria creadora de uno y otro y, antes bien, podríamos hablar de caminos inversos pues mientras uno abandonó el terreno del costumbrismo que tan buenos resultados le reportó en los comienzos de su carrera, el otro consolidó muy lentamente una suerte de realismo descarnado (La fábrica de los juguetes, De la calle, Antes del desayuno) que iría decantando en el transcurso de cuatro décadas. En todo caso, no es el objetivo realizar un análisis comparativo, sino desentrañar qué es lo que hace que la obra de estos autores haya dejado una huella indeleble en el trabajo de toda una generación de dramaturgos y directores. El caso de González Caballero es el que acapara la atención pues se trata de un autor ignorado y marginado, precisamente a partir de que abandonó el éxito fácil de sus primeras obras y decidió investigar en otras convenciones que el teatro de su época, por lo menos en México, no se había propuesto. Yuxtaposiciones, anécdotas mínimas que se desdoblan, multifocalidad y, sobre todo, la búsqueda de una perspectiva distinta para el espectador concentraron el interés de este autor y consolidaron a su alrededor a un grupo tal vez reducido, pero firmemente convencido de propagar tanto su obra como su pedagogía. Uno de ellos es el propio Mijares, cuyo teatro virtual constituye hoy día un intento por dialogar con los preceptos de González Caballero.
     En contraste, el autor británico Harold Pinter, contemporáneo de González Caballero, ha merecido toda la atención en cada una de sus no muy numerosas obras teatrales, y ello se debe tal vez a que surgió en una coyuntura en la que el teatro británico volvió los ojos a los nuevos autores y, aún más, se puso en sus manos tratando de renovar una tradición que amenazaba con anquilosarse. Su insólito tratamiento del realismo, en el que parece retomar la teoría del iceberg promulgada por Hemingway para la narrativa, y que algunos llegan a confundir con un sutil dejo de teatro del absurdo, ha terminado por insuflarse a numerosos autores de todas las latitudes, incluidos algunos mexicanos. La propia Bárbara Colio resume en una sola anécdota la teoría pinteriana del “desconocimiento” de sus personajes. No obstante, y a diferencia del resto de los ensayistas que no pueden ocultar la impronta del mentor elegido, en el caso de Colio nos queda la impresión de que esta influencia no se evidencia en sus textos dramáticos, ni en La boca del lobo ni en Pequeñas certezas, pasando por Ventana amarilla o La habitación, por lo que habrá que dar tiempo al tiempo o bien tomar sus palabras como un sencillo homenaje a quien sin duda es uno de los maestros genéricos del teatro en el siglo XX.
     Si algo resulta inocultable, en cambio, es la influencia que Vicente Leñero ha dejado en la perspectiva de toda una generación de la cual forma parte su propia hija Estela. No sólo por su indagación de la realidad nacional en las primeras tentativas de teatro documento, también por su revulsivo manejo del lenguaje coloquial y su manera de estructurar formalmente a partir de las necesidades específicas de cada tema, todo ello hace de Leñero uno de los dramaturgos fundamentales del último tercio de siglo. Por si fuera poco, Leñero encabezó a una generación de autores que paso a paso fueron recuperando los teatros para las obras nacionales. Nuestra generación ha sido beneficiaria de muchos de los logros de Leñero y sus contemporáneos, razón por la cual el ensayo que Estela Leñero le dedica, en un gran esfuerzo por mantener a flote la objetividad del caso, y no obstante volcándose como debe en el reconocimiento a sus hallazgos formales, constituye a mi entender parte de un homenaje que la comunidad teatral habrá de tributarle.
     Pero también hay otros homenajes que salen a la luz en estas páginas y que constituyen ejercicios memoriosos porque recuperan lo irrecuperable de la puesta en escena: la impresión que transforma la visión del mundo. Tal es lo que ocurre, al menos, con la obra de Julio Castillo, inalcanzable para las nuevas generaciones, pero aún vital en el impulso que mueve a ciertos autores como María Morett. No podía ser de otra manera, tratándose como se trata del único caso de un director de escena que ilumina la obra de los dramaturgos. Según establece la propia Morett, Castillo “creaba una dramaturgia con el actor dando sentido a cada suceso en el espacio escénico, era dramaturgo de la acción, de la imagen y la palabra”. También surge en esta recuperación memoriosa la figura de Víctor Hugo Rascón Banda, estandarte de la “dramaturgia del presente, del reflejo social, del grito contenido y la denuncia”. Entre ambos, que sólo colaboraron una vez en aquel mítico montaje de Armas blancas, surge una “alquimia” que, en los términos de Morett, nos conduce al conocimiento de la “esencia, al centro de todas las cosas, los misterios del alma, la naturaleza del Universo, sus ciclos, ritmos e interrelaciones”.
     Pero volvemos nuevamente a la simbiosis simultánea entre discurso y acción, no el discurso que antecede la acción, sino a la acción que es discurso y que muestra la inestabilidad propia del mundo. En el ensayo que Alberto Villarreal dedica a Heiner Muller pueden destacarse varias cosas, pero sobre todo la lucidez con la que el primero habla del otro sin dejar de proyectar el análisis a su propia poética. Si alguien se siente incapacitado para definir el teatro de Villarreal, este ensayo le ayudará en mucho a precisarlo: hay aquí el diálogo con el espejo del maestro, el intento de traducir el propio esfuerzo y prefigurar un punto de vista, una perspectiva que rehuye abiertamente la construcción propositiva y simplemente se torna un impulso expresivo y provocador: “los mecanismos propios del teatro y la ficción, para que puedan tener algo de honestidad y verdad deben ser destruidos. La obra misma debe ser demolida. Como si ella fuera una ideología o un sistema político en miniatura”. Nos parece que en las sentencias hay muy poco desperdicio y, en cambio, se describen descarnadamente los mecanismos enfrentados de la construcción poética contemporánea; entre el temperamento depurador y el abisal se encuentra buena parte del debate estético de la posmodernidad.
     Por último, Edgar Chías aborda un fenómeno del teatro contemporáneo que pretende la producción de una “textualidad para la escena”. Esta modalidad se distinguiría de aquello que sucede con la literatura escrita específicamente para el teatro, en cuyo procedimiento se encripta, de manera tácita o explícita, todo un sistema de representación; y se diferencia fundamentalmente porque no pretende construir un andamiaje en el que se monten el resto de los lenguajes de la escena, sino, casi diríamos, un discurso autónomo que sólo es palabra, textura, oralidad. Al respecto, y dado que se me involucra directamente como uno de los propiciadores de esta corriente, al menos en nuestro país, prefiero omitir cualquier comentario que contamine la imparcialidad del presentador y dejo al lector la opción de adentrarse sin prejuicio en el tema.


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Con Lecciones de los alumnos y con aquella 5ª Semana realizada en 2006, se cerró un ciclo y se dio pie a una nueva época en la que Boris Schoemann –ahora director único del evento–, ha optado por la itinerancia, transportando las actividades a distintos rincones del país. En próximos días arrancará en Guadalajara, Jalisco, su 11a edición (junio de 2013), que trae a dramaturgos de Brasil y Quebec, a los que se suman un puñado de autores, directores y actores locales (consultar programación en http://www.teatromexicano.com.mx/noticia.php?id=562) Respecto de la primera época en que me tocó compartir con Boris la curaduría del evento, queda plasmado nuestro intento por abrir distintas brechas para la dramaturgia; nunca pretendimos imponer un sólo camino y, por el contrario, impulsamos el debate sobre innumerables temas de la dramaturgia y el teatro. Quedaron, y eso es lo que se ha pretendido alentar en los años sucesivos, infinitos caminos de exploración y de intercambio para los nuevos dramaturgos. Por nuestra parte, con las lecciones y reflexiones de esta antología, dejamos encendida la llama de la interlocución y tecleamos –en esa primavera de 2006–, un apenas perceptible punto final.

Moncada, Luis Mario (antologador), Lecciones de los alumnos. Ensayos sobre dramaturgia y dramaturgos, México, Anónimo Drama-Centro Cultural Helénico, 2006, 106 pp. (próximamente se podrá descargar en pdf). 

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