Las agujas dementes es la segunda obra teatral de Jorge Volpi y en ella reaparecen estos conocidos personajes, a los que ahora se suma otra pareja para mostrar el revés de aquella impactante estampa que el teatro nos había ofrecido: se trata del joven matrimonio formado por los también escritores David y Assia Wevill, cuya irrupción en la casa de campo de los Hughes-Plath romperá el precario equilibrio del matrimonio. Si nos detenemos en ese primer encuentro podemos reconocer los ecos de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, que nos mostraba el juego perverso de una pareja destruyendo a otra por puro instinto venenoso. Sin embargo, pronto descubriremos la partida secreta que Assia y Ted juegan sin haberse puesto de acuerdo y que tendrá funestas consecuencias para los cuatro personajes involucrados.
Pese a colocarse en uno de los polos de esta escandalosa historia, poco se sabía de Assia Wevill hasta la aparición de la biografía publicada por Yehuda Koren y Eilat Negev en 2015, que Volpi aprovecha para revelarnos otra dimensión del drama . De allí surge la confesión de Assia en la escena seis, donde confirma el nada inocente propósito de suducir a Ted, sin importar las consecuencias. Como afirma Antonio Lucas en un artículo para El Mundo, Assia “no calculó el vértigo que excede a ciertas pasiones” y terminó envuelta en la misma telaraña que su antecesora, a quien emuló tristemente de principio a fin.
Más allá del argumento –suficiente para mantener en vilo al lector–, hay algunas claves formales que resultan útiles para la exposición y desarrollo escénico: en primera instancia, el manejo laberintíco del tiempo que permite mirar dos o tres caras de la misma historia. Lo dice la acotación inicial: “la acción se desarrolla en un tiempo indeterminado a lo largo de cuarenta años”; sin embaro, lo que el autor propone es un juego de desorientación que activa los sentidos del receptor y lo empuja a armar el rompecabezas mientras deriva de un tiempo a otro. La mezcla de espacios y tiempos constituye una urdimbre fina que, cuando logra establecer su convención, resulta deliciosa de seguir. El otro elemento clave para el desmontaje de la historia es la función narrativa que cumplen Sylvia y Assia: ambas se alternan en el mecanismo de distanciamiento para expresar al públco su punto de vista desde un futuro indeterminado y espectral. No hay un presente al cual asirnos, los acontecimientos pasan frente a nuestros ojos, pero en realidad estamos asistiendo a la reconstrucción de una escena del crimen, representada por partida doble.
En contraparte, los protagonistas varones no se permiten el recurso testimonial. Sólo en una de las últimas escenas, la más distante en el tiempo, ambos ejercitan algún tipo de recapitulación. Como en aquel Impromptu de Ohio en que Beckett reconstruye un añejo recuerdo mientras reitera: “queda poco que contar”, los dos hombres repiten su cansina memoria de 20 años; no obstante, Ted Hughes tiene reservada una última sorpresa que, a su juicio, pondrá los acontecimientos en su justa dimensión. ¿Lo habrá logrado?, nos preguntaremos siempre: tal vez la publicación de Cartas de cumpleaños (1998), con la que el poeta intentó decir la última palabra, haya arrojado luz sobre hechos que antes lo habían condenado, pero la sentencia histórica ya había sido dictada y es el propio David Wevill el encargado de dictársela: “hoy todo el mundo lee a Sylvia y, perdona que te lo diga, Ted, nadie te lee a ti”.
Con Las agujas dementes Jorge Volpi amplía un registro literario que, si antes dominó la narrativa y el ensayo, ahora se mueve con soltura por un género que, siendo literatura, es también otra cosa: una hipótesis a comprobar en el espacio-tiempo del escenario. En este caso, hay que decir, su lectura detona un teatro imaginario y urge a los posibles implicados para que muy pronto se convierta en escena viva.
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