EL SEXTO ELEMENTO
Leída al concluir el siglo del director de escena, la Poética de Aristóteles resulta toda una provocación. Para quienes, desde Stanislavsky hasta Bob Wilson fueron “los amos del reino”, ser considerados “aderezos” o ser declarados “innecesarios” es un insulto que enciende la disputa. Pero ponerse a las patadas con un gigante es tarea para osados o dementes.
No obstante, hay que decir que “el padre de todos los que saben” (como lo llamaría mi admirado maestro Juan Tovar) induce a un error que ha empantanado durante siglos las discusiones al negar la doble naturaleza del teatro: como texto y como espectáculo. Como es bien sabido, al considerar a la epopeya como el origen de la tragedia e ignorar el componente ritual presente en ambos géneros, Aristóteles supeditó los elementos del hecho escénico a los aspectos narrativos del drama. Y bajo su inmensa influencia, la historia del teatro occidental se convirtió en una historia de la literatura dramática de donde sacaron raja tantos espíritus menores.
Como lo señalaba don Alfonso Reyes, “… a efectos de su misma fuerza imperial, he aquí que, sin proponérselo, deja un peligroso ejemplo para los que, sin su genio, imiten ridículamente sus rigideces, pesando por dilatados siglos sobre la filosofía literaria como un Himalaya de plomo.” [2]
Incluso las reivindicaciones más recientes del Estagirita, aquellas que no ignoran su obligada relectura a la luz de la revolución de la puesta en escena y las nuevas historias del teatro, insisten en que el proyecto de representación está “prefigurado en el texto”,[3] con lo cual están tácitamente de acuerdo en que el espectáculo es un componente más del drama y no un universo paralelo.
Cierto es que la emancipación voluntaria del “carapacho anecdótico” (como lo llamó Tadeusz Kantor) es un fenómeno reciente y que resulta difícil encontrar ejemplos históricos que marchen en ese sentido; pues bien podría argüirse que los teatros no literarios (como la commedia dell’arte, la tradición de los mimos y el amplísimo teatro medieval que, dicho sea de paso, suman juntos más siglos que toda la historia literaria) no parten del texto escrito con antelación, pero mantienen la estructura narrativa en torno del Mythos.[4]
Incluso el advenimiento de la puesta en escena puede ser, y ha sido leído como una prolongación artificial de la vigencia del texto (y éste entendido en tanto lenguaje) como núcleo generador de la experiencia representativa. Como bien señalaba Brecht, el siglo XX descubrió una “novedosa técnica para posesionarse de las obras del pasado: la interpretación”, la individualización de las miradas que permite contar incesantemente la misma historia puesto que es vista desde ángulos distintos.
El propio Brecht, quien invitaba a la independencia polifónica de las “artes hermanas” que conforman el teatro, solía cojear del mismo pie pues, demasiado dramaturgo al fin y al cabo, supeditaba sus geniales escenificaciones a las necesidades de la anécdota, “según Aristóteles –y en eso estamos de acuerdo-, el alma del drama”.[5]
El dilema encarnado por Brecht, entre la dependencia del texto y la autonomía de la escena, ejemplifica la batalla de los directores del siglo XX afiliados –voluntaria o involuntariamente- a dos estirpes: los directores-creadores de filiación meyerholdiana y los directores-intérpretes, de filiación stanislavskiana. Teniendo los ancestros, a su vez, lazos sanguíneos, las fronteras entre ambos son permeables y el tránsito recurrente[6].
En el caso de los directores creadores, “aquellos que no van del texto a la realización sino de la realización al texto” como sugiere Franco Quadri, la presencia del Mythos garantiza en ocasiones la pervivencia de las estructuras narrativas. La herencia de Meyerhold determina empero la sustitución de la primacía anecdótica por el sentido de montaje. El entramado de sucesos es sustituido por la estructura del discurso escénico. El antecedente histórico posible lo encontramos en los escenógrafos del teatro barroco que, como bien profetizaba Aristóteles, “para los efectos espectaculares, (,,,) son más importantes que los (…) poetas mismos”.
Desplazada de su lugar central, la materia dramática se convierte en la obra de los directores creadores, particularmente en aquellos que se afilian a las vaguardias históricas, en una fuerza de choque que recrea confilctos y tensiones no como un proyecto implícito o explícito en el texto sino, precisamente, por la confrontación de éste con las realidades de la escena.
Creadores como Tadeusz Kantor, Robert “Bob” Wilson, Eugenio Barba, y un sinfin de seguidores y epígonos, se manifiestan abiertamente en contra de la duplicación pleonásmica del discurso textual y sus realizaciones, como los poderosos collages del tanztheater ponen en jaque, con sus estructuras musicales, las nociones derivadas de Aristóteles, tales como la progresión dramática, unidad de acción, clímax o la idea misma de caracteres o personajes.
Liberarse de la dictadura anecdótica, ciertamente, no es una tarea fácil y, generalmente, arrincona a los hacedores escénicos que la rehuyen en los peligrosos vericuetos del tema.
Un último y desesperado intento de los autores por mantener el control de aquello que sucede sobre el escenario, por reconciliar la doble naturaleza del teatro, lo constituyen algunas obras que, renunciando explícitamente al diálogo, describen minuciosamente su realización escénica. El Wunschkonsert de Franz Xaver Kroetz, El día en que no sabíamos nada los unos de los otros de Peter Handke, por ejemplo, siguen las huellas del Acto sin palabras, la larga e inequívoca lista de acotaciones escrita por Samuel Beckett. En este autor se da, en la opinión de Johannes Birringer que compartimos, una “puesta a prueba (de) la resistencia de los residuos de los mitos y las historias contadas antaño en las piezas clásicas” [7] y una intrincada relación entre el diálogo y el proyecto de representación que restablece la idílica unidad del teatro, excluye las posibles interpretaciones, al punto que ha llevado a Peter Brook a afirmar que en este caso “the play is the whole thing”.
Mejor adecuada al asfixiante predominio de los directores, la más reciente escritura para la escena (no más escritura dramática) asume plenamente la independecia de las naturalezas teatrales y saca ventaja de su obligada autonomía: los poemas de Heiner Müller, Bernard-Mariè Koltés –para seguir citando únicamente a aquellos con rasgos paradigmáticos-, escritos para ser proferidos sobre un escenario, renuncian voluntariamente a todo proyecto de representación. Sus estructuras, más cercanas a la musicalidad que al drama, se reducen al mínimo necesario para garantizar la existencia del conflicto.
Tras su poderosa influencia, el teatro de nuestros días: teatro postdramático, se desgaja en una amplia variedad de formas (deconstrucciones, anti-puestas en escena, incorporaciones crudas de fragmentos de realidad) que dan cuenta de la multiplicidad de visiones que Italo Calvino preveía como una de las características esenciales del nuevo milenio.
Ni la visión unificadora del autor, ni la del director “absoluto” cuya estrella comienza a extinguirse. Incluso los directores intérpretes apuestan hoy por la estructura novelística, mucho más abierta para transmitir la multiplicidad de la vida puesto que no se sujeta a la unidad de la acción dramática. [8]
Pronto es para decirlo, pero quizás ha llegado la hora en que los sabios literarios podrán estar tranquilos, disfrutar plenamente en el sillón de su casa de las tragedias de todos los tiempos, tragedias cuyas virtudes, como señala el filósofo, “se mantiene(n) aún sin certámenes y sin actores”.
[1] Rodolfo Obregón es director, crítico, ensayista, traductor y maestro. Entre sus puestas en escena cabe destacar El pelícano (1990), Woyszeck (1993), Divinas palabras (1995) y Mil noches y una noche (2002). Fue director de la Compañía de Repertorio de la Universidad Autónoma de Querétaro y de la revista Repertorio en su tercera época. Ha ejercido la crítica en Novedades y Proceso, además de colaborar con diversas publicaciones especializadas. Ha sido traductor del libro Un actor a la deriva de Yoshi Oida (Ed. El Milagro 2003) y autor de Utopías aplazadas (Conaculta/Cenart, 2003), entre otros. Actualmente es maestro de Casazul Artes Escénicas y director del Centro Nacional de Investigación Teatral "Rodolfo Usigli" (Citru), además de mantener en línea el blog La isla de Próspero: www.laisladeprospero.blogspot.com
[2] “La crítica en la edad ateniense”, en Obras completas de Alfonso Reyes XIII, México, Fondo de Cultura Económica, Letras mexicanas, 1983, pg. 309.
[3] Al respecto ver Alcántara, José Ramón, Teatralidad y Cultura: hacia una est/ética de la representación, México, Universidad Iberoamericana, 2002. Alcántara propone distinguir entre el “acontecimiento dramático” y “hecho teatral”, sin embargo la frase citada implica la reciprocidad obligada entre ambos aspectos del teatro.
[4] Alcántara (op.cit) considera a éste (siguiendo a Northrop Frye) como “un proceso un tanto oscuro que está relacionado con la actividad de ‘narrar’ o ‘contar’, (aunque) la narración propiamente dicha no es.”
[5] Bertolt Brecht, “Pequeño organon para el teatro”, en Escritos sobre teatro 3, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1976. Esta sola aseveración bastaría para echar por tierra la idea, ampliamente difundida, de que la escritura brechtiana es una dramaturgia antiaristotélica. En realidad se trata, como han señalado otros críticos, de la última posibilidad de la dramaturgia aristotélica y no es casual, como se verá más adelante, que una de las primeras y más importantes escrituras postaristotélicas sea la de su discípulo Heiner Müller.
[6] El ejemplo idóneo se encuentra en la invitación del Teatro de Arte de Moscú a E. G. Craig, el ancestro intelectual de los así llamados “creadores absolutos”.
[7] Ver la cita completa de Birringer en Obregón, Rodolfo, Utopías aplazadas, México, Conaculta/Cenart, 2002.
[8] La idea ha sido expuesta claramente por Franz Kastorf, pero coincide con Piotr Fomenko y muchos otros.
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