Aunque es posible que ya hubiese publicado comentarios teatrales en forma esporádica, el debut formal del columnista teatral Jorge Ibargüengoitia se dio en marzo de 1961, cuando su producción dramática estaba prácticamente concluida, con excepción de El atentado. Ya sin grandes esperanzas de que los productores y funcionarios se convencieran de estrenar sus obras, los artículos para Revista de la Universidad constituyeron entonces su único y endeble puente con la práctica teatral.
La crítica teatral en México ha desarrollado fundamentalmente dos líneas de interpretación: por un lado está la reseña de espectáculos y, por otro, un estilo más académico que intenta articular un discurso a partir de los distintos lenguajes de la puesta en escena. En la época aludida los representantes más activos de ambas escuelas eran Armando de Maria y Campos, en el ocaso de su vida, y Antonio Magaña Esquivel, uno y otro respetados por la fidelidad a su estilo y la congruencia de sus opiniones.
En realidad no estamos hablando de un fenómeno reciente en el periodismo cultural mexicano. Desde el último tercio del siglo XIX se apreciaban dos formas de acercamiento al acontecer teatral: la de Enrique de Olavarría y Ferrari, escrupuloso en la descripción y en la exaltación de los cánones; y la de Manuel Gutiérrez Nájera, que buscaba una interlocución particular con cada propuesta literaria y escénica. Cada una de las formas de ejercicio crítico, sin ser abiertamente incompatibles o antagónicas, habría de encontrar sus medios de propagación; unas, en la columna diaria del periódico, y otras, en los suplementos y revistas culturales.
Por causas obvias (su estatus de escritor y su filiación universitaria) a Ibargüengoitia se le asociaba con el bando de la crítica académica, con sus métodos objetivos de indagación. Otros escritores e investigadores de su generación comenzaban a orientar su trabajo por ese rumbo: Luis Reyes de la Maza, Juan Miguel de Mora, Maruxa Vilalta, por mencionar algunos. Sin embargo, Ibargüengoitia sorprendió y puso a temblar a más de uno al practicar un estilo más bien golpeador y sin la menor condescendencia, aunque, eso sí, plagado de humor y agudeza. Con esa actitud parecía subvertir uno de los principios fundamentales de aquel que aceptaba ejercer la crítica teatral en cualquiera de sus vertientes: respeto y consideración a la hora de pronunciarse sobre una obra.
Seguramente las razones para adoptar un estilo tan belicoso tuvieron mucho que ver con su desquiciante conocimiento del terreno; esa circunstancia no se pone en duda. La pregunta es si las despiadadas descripciones de todo cuanto rodeaba al medio teatral –comenzando por la dramaturgia y terminando incluso con la pasividad de un público “sin aliento para protestar”–, constituían un ejercicio legítimo de crítica, o como podría haber dicho Magaña Esquivel, su disposición al desahogo no hacía sino anular las posibilidades de un juicio imparcial.
La deliberación tiene, en el fondo, una importancia muy relativa, pero nos permite establecer una distancia prudente con respecto de sus opiniones. En todo caso veamos cómo reaccionó el propio Ibargüengoitia frente a la “crítica de la crítica” que Carlos Monsiváis le dedicó en un intento de polemizar con él; en su crítica, Monsiváis afirmaba que “si se actúa con frivolidad graciosa frente al objeto del examen, se reniega de un objeto esencial de la crítica: partir de un respeto elemental hacia lo que se juzga, para concluir, por un proceso orgánico, en la pérdida o el enriquecimiento de ese respeto”. La respuesta de nuestro autor no se hizo esperar: “el respeto mismo debe tener una base orgánica y en general puedo decir que respeto mucho más al teatro que a las obras que se montan en él”. Más adelante en su contestación establecería lo que para él era una circunstancia ineludible de la crítica: “cada quien tiene su cañoncito, unos grandote y otros, chiquito, y cada quien lo usa como puede”.
Cabe destacar que este intento de polémica tuvo un origen oscuro. La carta de Monsiváis fue publicada en el mismo número que el artículo que pretendía criticar. Resulta evidente, pues, que con sus afirmaciones Ibargüengoitia había logrado incomodar a alguien más, quien, posiblemente, habría incitado la respuesta desde la propia mesa de redacción de la revista. El último puente con la actividad teatral se cerraba de esta forma para nuestro autor quien, finalmente, admitía su falta de interés en la discusión recién desatada, justificando sus opiniones en los siguientes términos:
Los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos (ver Monsiváis, loc. cit.) es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario, y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil.
De esta manera concluyó la polémica, y también la carrera teatral de Jorge Ibargüengoitia, quien, a partir de entonces, sólo se referiría al teatro como una etapa superada de su vida.
Pero volviendo a este periodo de trabajo, ¿podemos en sentido estricto hablar de sus artículos como críticas teatrales? Hay un elemento que nos inclina a poner en tela de juicio tal definición: el excesivo empleo de la primera persona para matizar o particularizar la experiencia teatral. No es poco frecuente que en la descripción desglosada de cada puesta en escena, Ibargüengoitia inmiscuya anécdotas marginales, propias y ajenas, que cumplen el objetivo de modificar la apreciación del espectáculo. En ese sentido, podríamos pensar sus artículos como una especie de memorias críticas. Así se nos aparecen, al menos, al verlas reunidas en una antología donde la circunstancia temporal se ha modificado radicalmente.
Tal vez en un principio Ibargüengoitia se planteó ejercer simple y llanamente la crítica, entendida ésta como la emisión de un juicio sobre una obra determinada a partir del análisis de sus componentes y de la interacción con un gusto estético específico. Así nos lo hace ver en su primera colaboración, en la que con cierta ortodoxia se refiere a su maestro Rodolfo Usigli, y a su obra El gesticulador, a la que inusualmente considera la “obra más importante que se ha escrito en México”. Sin embargo, pronto encontrará en la rutina del articulista una libertad y una riqueza narrativa que le impiden ceñirse a los cánones.
Visto de otra manera, es probable que en cierto momento haya considerado su falta de interés por reproducir un método critico que comenzaba y terminaba por avalar un estado de cosas dentro del teatro mexicano, y se decidiera a situar las obras en el contexto de arbitrariedad y sin sentido que a su juicio rodeaba a la actividad teatral.
Cualquiera que fuera la razón o la intención, es claro que en cada artículo se percibe algo más que el simple análisis estructural o discursivo de una obra; con más o con menos evidencia en ocasiones, sus comentarios rebasan los límites de la crítica y constituyen la radiografía de un medio cultural y de un país que, a su entender, se levanta sobre bases inconcebibles. Cuestión, si no, de seguir sus opiniones sobre políticas teatrales como las del INBA, institución que, desde su punto de vista, promueve el teatro como si quisiera aplicar una vacuna contra sí mismo.
Salvo tres o cuatro críticas en las que ofrece un balance positivo, en el resto de los artículos no deja títere con cabeza. La ironía del asunto es que, si a algún grupo rescata de la ignominia es al Teatro de Vanguardia de Jodorowsky, y lo hace a sabiendas de que su búsqueda es antagónica a la que él realiza como dramaturgo.
Como afirmamos anteriormente, los artículos escritos por Ibargüengoitia corresponden a una especie de “época de oro” del teatro universitario. Sin embargo, y pese a que la publicación para la que escribe es precisamente la de la universidad, sólo uno de sus artículos está dedicado a sus producciones, con resultados ambiguos. Lo mismo ocurre con el Seguro Social, institución que durante la primera mitad de los años sesentas se convirtió en la principal y más fastuosa productora teatral del Estado. Pese a esa circunstancia, nuestro autor le dedica al menos tres notas destructivas y ni una en la que reconozca mérito a su promoción teatral.
Ibargüengoitia es protagonista directo de al menos cuatro de las entregas; en ellas testimonia su actuación como personaje incidental de la historia teatral contemporánea y muestra su propia contradicción al hablar de un medio del que no se siente legítimamente correspondido.
Por otra parte, resulta notorio el desinterés paulatino de ver teatro y escribir una crítica mensual; siguiendo el ritmo de sus colaboraciones por año, podemos señalar que en 1961 publica 10 artículos, de los cuales, ocho están dedicados a puestas en escena; para 1962, sólo tres de 12 artículos están dedicados a algún montaje y el resto, hablan de asuntos teatrales muy diversos; en 1963 se reducen sus colaboraciones a ocho entregas, de las cuales, cuatro pueden considerarse críticas, y las otras son disquisiciones varias; por último, en 1964 parece haber abandonado definitivamente su columna mensual y sólo publica en dos ocasiones, la primera para incitar la polémica carta de Monsiváis y la segunda, para renunciar.
Ahora bien, puede afirmarse que la carta de Monsiváis no es sino un pretexto para un escritor que ya tenía una decisión tomada. Desde meses atrás Ibargüengoitia se había desentendido del teatro y se dedicaba a escribir su primera novela. Cuando terminó ésta y la envió al Premio Casa de las Américas, regresó a la Revista de la Universidad, pero casi inmediatamente se presentaron las dos circunstancias definitivas: el fastidio de enfrentar una polémica teatral y el anuncio de que había ganado por segundo año consecutivo el premio que otorga el gobierno cubano, ahora en la rama de novela. Así pues, con polémica o sin ella, la suerte estaba echada. Ibargüengoitia encontró finalmente la puerta de salida, y salió para siempre, no sin antes lanzar un último gesto teatral al que, para colmo, nadie hizo caso.
Sobre la edición
El libro de oro del teatro en México recoge 23 de los 31 artículos que Ibargüengoitia escribió en la Revista de la Universidad en el transcurso de tres años y medio. El título del volumen refiere de alguna manera el criterio establecido para la selección: artículos dedicados al teatro mexicano. Quedaron fuera tres reseñas dedicadas a compañías foráneas de gira por nuestro país, dos artículos más sobre obras extranjeras en las que no se consigna un montaje específico, dos entregas que tratan asuntos totalmente ajenos al teatro y una obra infantil titulada La fuga de Nicanor.
Los artículos se presentan en orden cronológico; de esa manera no sólo se relacionan secuencialmente con los sucesos teatrales del periodo, sino que permiten apreciar la transformación paulatina del estilo crítico de Ibargüengoitia.
A pesar de que quedan sueltos algunos de los artículos teatrales que escribió para el suplemento México en la Cultura, estamos convencidos que en el presente volumen se concreta íntegramente lo que Jorge Ibargüengoitia pensaba del medio teatral mexicano y, de alguna manera, se le permite realizar una secreta venganza contra aquellos que, efectivamente, consideraron que nuestro autor no tenía nada que ver con la gente de teatro.
Ibargüengoitia, Jorge, El libro de oro del teatro mexicano (introducción, selección y notas de Luis Mario moncada), México, Ediciones el Milagro, 1999 (2a ed. 2012), 182 pp.
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