Por Edgar Chías
Tradición
o innovación. Repetición u originalidad. He ahí dos parejas de conceptos y de
ideales históricamente hostiles.
Guillermo de Torre
Hace falta, bien
que apenas como una ineluctable mención, decir que el modelo de ruptura con el
pasado que se instaura, en palabras de Octavio Paz, como una tradición: la tradición de la ruptura, en lo que él
llama la aparición de lo moderno[i]
en la poesía[ii], es un
problema, insoluble hasta hoy, que parte del origen y la función del arte, y
que nos viene de mucho más atrás. Dice Arnold Hausser, refiriéndose a las
formas del arte neolítico y paleolítico (la figuratividad y la abstracción, la
imitación y la estilización, la propuesta y la ruptura), que la una es un
esfuerzo por hacer del arte una extensión de la vida (el ejercicio
realista-naturalista de la mimesis) y la otra su transfiguración o
confrontación con otro mundo
(aspiración que busca sustituir a la vida y sus referentes por el objeto, ser
ella misma una realidad aparte)[iii]:
[…] dos ideas básicas, que como se
ha observado, son las condiciones previas del arte: la idea de la semejanza, de
la imitación, y la idea de la causación, de la producción de algo de la nada,
de la posibilidad de creación […][iv]
En la enunciación de esta polaridad, moviéndonos en los espacios
intermedios, matices más, matices menos, es que producimos y concebimos el arte
hasta nuestros días: como un ejercicio figurativo que representa el espejo del
hombre, que lo imita y lo reproduce, o como aquél que, en un esfuerzo
imaginativo, lo somete a enrarecimientos y procesos de estilización,
deformaciones, distancia o extrañamiento para presentarlo como lo otro. La constante fluctuación entre
estos extremos está ilustrada por el constante vaivén de los estilos históricos
y estéticos que se ciñen a la búsqueda de la verdad o se desapegan de ella y
privilegian la invención; se anuncian hijas de la razón, o bien de los sentidos
y la emoción[v].
Espiral en acción que puede formularse también en conceptos como el de
tradición vs la originalidad, roles
que coexisten y se alternan.
Y más. Continuaremos
ciñéndonos un poco más a nuestra materia con lo que Guillermo Torre afirma:
“Todo el problema del arte creador, todo el secreto de las inovaciones –que a
su vez, en muchas ocasiones, llegan a ser tradición- reside en la forma como
esta antítesis se encare y se resuelva”.[vi]
Para muchos de los artistas de principios del siglo pasado, la honesta,
punzante y más efectiva manera de hacerlo era la ruptura y la formulación de
nuevos postulados de lo que debía ser el arte, su reposicionamiento y función
ante la consolidación de la era industrial y las entreguerras. El instrumento:
los manifiestos. Un “manifiesto, redactado con el tono vehemente y la
argumentación excesiva […] [está] destinado a sacudir y suscitar reacciones
polémicas más que otra cosa”.[vii] Si bien,
como lo documenta De Torre y consta también en Documents internationaux de l’Esprit Nouveav (1929)[viii],
los manifiestos y actividades de los Ismos (movimientos literarios renovadores
que encontraron en la poesía el vehículo y pretexto del cambio, antes que en la
novela y en el teatro[ix]) tuvieron
una fuerte incidencia política y social, los manifiestos teatrales coetáneos a
la actividad literaria-vanguardista europea parecen haberse quedado al margen
de estas discusiones de orden social a favor de los valores puramente
artísticos y en la discusión derivada de la renovación constante de paradigmas
y la explicación a priorística de las
prácticas en boga que se limitaban a teorizar la inclusión o no de las nuevas
tecnologías y su aplicación en el arte de los escenarios, o la continuación o
negación del principio psicologista que instauró Stanislavski con el método (están, desde luego, las
excepciones como es el caso de Meyerhold, Piscator y Brecht específicamente,
pues se detecta en sus textos estéticos, independientemente de su militancia,
una tendencia política insoslayable[x]).
Cito a José Sánchez:
La construcción de la
escena moderna comenzó como una rebelión contra el teatro naturalista, en el
cual había llegado a su perfección formal la traducción escénica del drama
burgués. Tal perfección había resultado de enormes concesiones realizadas tanto
por el dramaturgo como por el director teatral: el primero, en aras de la
verisimilitud y con el fin de alcanzar la máxima precisión en su cometido, hubo
de reducir la acción al mínimo, encerrándola en muchos casos en el marco del
salón burgués; el segundo, en virtud de la fidelidad al drama, se vio obligado
a renunciar a todos los procedimientos espectaculares, limitando su misión, en
algunos casos, al estudio psicológico y la decoración
de interiores. Obviamente, al mismo tiempo que alcanzaba la perfección, el
teatro burgués se veía enfrentado a un callejón sin salida. Las reacciones
contra él fueron furibundas[xi].
Como reacción lógica a este fenómeno paradojal, de
afirmación y muerte, podemos vislumbrar un espectro contenido en el ejercicio
escénico de los años 1913 a 1946 (y que persiste hasta nuestros días), que va
de la espectacularidad y la
supresión de autonomía al actor (Gordon Craig[xii])
a la esencialidad y la actoralidad del modelo shakespeareano y molieresco
(Jacques Copeau[xiii]); de la epicidad[xiv]
del drama y la distancia-supresión de la ilusión ficcional a la negación
absoluta con el lenguaje ficcional anterior (Artaud[xv]).
Intentos que, a pesar de su radical condición y formulación novedosa, continúan
afirmando el canon de historicidad, lógico y causal, mediante el cual Occidente
se afirma y se sostiene como la mirada inteligente y válida (discurso único)
sobre los fenómenos del mundo, en el modo en que Alejandro Jodorowsky lo
explica mediante la relación espacial actor-público[xvi].
Hasta aquí el
ejercicio paradigmático del teatro que, bien dentro del principio mimético, o
bien fuera de él, en estilizaciones extremas, se sirve la escena para
re-presentar y para desarrollar un discurso expositivo que re-presenta un
pedazo de vida pasado y vivido, la evocación de lo sucedido: la construcción de
la ficción mediante la cual nos
miramos (cercanos o extraños, desde la verosimilitud o la estilización) a
través de la imitación y las acciones de otros.
La
ausencia del drama (el otro paradigma)
Con el fin de la “galaxia
Gutemberg”, el texto escrito y el libro se encuentran puestos en cuestión. El
modo de percepción se desplaza: una percepción simultánea y de perspectiva
plural reemplaza a la percepción lineal y sucesiva. Una percepción más
superficial, pero a la vez de mayores alcances, substituye a la otra, más centrada y profunda en la que el
arquetipo ha sido la lectura del texto literario. Del mismo modo que el teatro,
con lo que tiene de pesado y de complicado, la lectura lenta está amenazada de perder su estatus a la vista de la
circulación de imágenes animadas.[xvii]
Puede detectarse que:
- desde que
la obra plástica abandona sus soportes y es autoreferencial (Duchamp);
- desde que
la ruptura de la lógica y la dislocación del sentido en el lenguaje forma
parte de nuestras estructuras mentales corrientes (Joyce, Beckett);
- desde que
aceptamos la pérdida de nociones como ritmo, armonía y melodía en la
concepción musical y se suma al arte el valor de lo aleatorio como un
elemento constitutivo irrenunciable (Cage);
- y que desde que irrumpen el cine y la TV como determinantes y modificadores de las estructuras narrativas (la discontinuidad no como un defecto, sino como un valor significante válido) a través de las cuales se intercambia la información,
la noción de representación está en crisis. La ficción
ha contaminado la realidad y viceversa. La línea divisoria entre ambas si bien
no ha desaparecido, sí se ha diluido de manera pasmosa permitiendo la
intervención recíproca indistinta e indiscriminadamente. La ilusión, ahora más
que nunca, es un concepto atravesado de realidad desde que la virtualidad
cibernética hace posible la lectura de objetos inimaginables con una nitidez
que avasalla la lógica figurativa.
Este es el
panorama desde el cual, a partir de los hallazgos de Adamov, Ionesco y Beckett
en la decosntrucción del drama; y de directores de escena como Kantor, Wilson,
La Page y Brook hasta llegar a Rodrigo García, es más palpable la evacuación ya
no digamos de la fábula, sino del drama mismo.
Las indagaciones
de Kantor y Schechner, en la construcción de ambientes, espectáculos plásticos
que no requieren la organización discursiva de un especialista literario han
preconizado, junto con la labor de otros importantes creadores escénicos de
Europa, la presencia del teatro postdramático. Cito a Hans-Thies Lehmann:
El teatro postdramático es
un teatro que exige “un acontecimiento escénico que será, a tal punto,
presentación pura, pura presentación de teatro que borrará toda idea de
reproducción, de repetición de lo real”[xviii].
Se sirve de la yuxtaposición y la puesta a nivel de todos los medios
superpuestos (unos con otros)[xix] que
permiten al teatro tomar prestado una pluralidad de lenguajes heterogéneos más
allá del drama […] El teatro postdramático puede realizar un montaje de
elementos líricos, épicos y dramáticos (“rapsódicos” nos diría Sarrazac) sin
aplicar estas nociones solamente como estructuras del lenguaje.[xx]
Dichas cualidades son palpables en la búsqueda
de otros creadores escénicos de la segunda mitad del siglo XX, como en el
caso de Müller, Sinisterra, Stoklos, Spregelburd (mucho más en sus enunciados
que en su ejercicio autoral), García (por citar algunos de los antologazos
aquí), y Bartís, DV8, La Fura Dels Baus y Pina Bauch.
Ya no enfrentamos aquí las cualidades de lectura de la ficción
representacional, figurativa o no. Enfrentamos eventos intermedios que suceden ante y con el espectador propiciando un
acto convivial que disuelve la idea de oficiantes y público para la producción
de una experiencia común.
[ii] Idem.
Modernidad que es el antecedente inmediato a la irrupción de las vanguardias y
a su vertiginosa desaparición.
[iii] Historia
social de la literatura y el arte, Debate, Madrid, 1998, pp.
11-31. Hice un esfuerzo de síntesis y he preferido parafrasear que hacer una
larga lista de citas al respecto.
[vi] Historia
de las literaturas de vanguardia, tomo I. Ediciones
Guadarrama, Madrid, 1971, pp. 34-36.
[x] Para mayores referencias, revisar La escena moderna, de José A. Sánchez,
Akal, Madrid, 1999. La selección de textos de
los autores citados traen noticias explícitas de los contenidos políticos mencionados.
[xii] “Director: No; el arte del teatro no es la actuación ni
el drama, tampoco la escenografía o la danza, si no que consta de todos los
elementos de que se componen estas: acción, que es el espíritu mismo de la
actuación, palabras, que son el cuerpo del drama; línea y color, que son el
corazón mismo de la escenografía; ritmo, que es la esencia misma de la danza. […]
Esta es mi tesis, que la gente se sigue agolpando para ver, no para oir, las obras. ¿Pero qué prueba esto? Sólo que el
público no ha cambiado. Ahí están, con sus mil pares de ojos, lo mismo que
antiguamente. […] Si el director escénico estuviera por la labor de prepararse
técnicamente su tarea de interpretar las obras del autor dramático, al mismo
tiempo y por medio de un desarrollo gradual, conseguiría recuperar de nuevo el
terreno perdido por el teatro, y finalmente restauraría el arte del teatro al
lugar que le corresponde gracias a su propio genio creativo. […] Ni por un
momento he querido dar a entender que sea su deseo romper la armonía con lo que
le rodea, pero lo hace por pura inconciencia. Algunos actores tienen un
instinto correcto en este asunto, mientras que otros carecen por completo de
él. Pero incluso aquellos cuyo instinto es más agudo son incapaces de ajustarse
al patrón, no pueden entrar en la armonía a no ser que sigan las indicaciones
del director”. La escena moderna, de José A. Sánchez,
Akal, Madrid, 1999, pp 83-95.
[xiii] “Ubicuidad
del drama. Cuanto más viajemos en el espacio y en el tiempo –según la tendencia
actual-, más crecerá nuestra ambición poética, más tenderá a dispersarse en el
espacio y en el tiempo, precisará más unidad escénica, y más modestia escénica.
En este teatro todos los medios deben estar relacionados con el hombre, deben
empezar en el hombre, permanecer a su medida y a su alcance. No hay que
sustituir al hombre sino prolongarle, ayudarle, completarle. […] Abandonar la
idea de que nuestros escenarios, con su equipamiento, representan un progreso
dramático frente a los escenarios de la antigüedad”. Copeau,
Jacques: “Hay que rehacerlo todo” Escritos
sobre teatro (Edición de Blanca Baltés). Madrid, Publicaciones de la Asociación
de Directores de Escena de España, Serie:
Teoría y práctica del Teatro N° 19, 2002.
[xiv] El término
es una castellanización del que utiliza Jean-Pierre Sarrazac en su libro L’avenir du drame, para explicar
el fenómeno mediante el cual las cualidades dramáticas de la literatura para la
escena pierden consistencia y encuentran en los experimentos brechtianos una
fuente revitaliozadora.
[xv] “Así planteado, el problema del
teatro debe atraer la atención general, sobreentendiéndose que el teatro, por
su aspecto físico, y porque requiere expresión en el espacio (en verdad la
única expresión real), permite que los medios mágicos del arte y la palabra se
ejerzan orgánicamente y por entero, como exorcismos renovados. O sea, que el
teatro no recuperará sus específicos poderes de acción si antes no se le
devuelve su lenguaje”. Primer manifiesto del Teatro de la Crueldad, La escena moderna, de José A. Sánchez,
Akal, Madrid, 1999, pp. 199.
[xvi] Véase
el manifiesto Hacia un teatro nacional, de este libro o recúrrase a Jodorowsky,
Alejandro: Antología Pánica (Prólogo,
selección y notas de Daniel González Dueñas). México, Editorial Planeta, Joaquín Mortiz, 1996.
[xviii] Cita
de Lehmann a Jean-Pierre Sarrazac: Critique
du théâtre contemporain, Paris, 1993, p. 50.
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