26/3/23

Versus Horacio

 Hace algún tiempo tuve la oportunidad de compilar un volumen de ensayos que, bajo el provocador título de Versus Aristóteles (2004), trataba de establecer algunas relaciones de la dramaturgia contemporánea con la que podemos llamar la poética fundante. Los ocho ensayos que a la postre conformaron el monográfico, escritos una mitad por investigadores y la otra por dramaturgos, intentaban marcar las diferencias irreconciliables tanto desde la teoría como desde la práctica, aunque en el camino dejaban trazas de los vínculos aún posibles entre la tradición aristotélica y el posdrama o teatro liminal.  Con el mismo ánimo intentaremos ahora una argumentación contra Horacio, en el entendido de que partimos de marcar distancia para acaso encontrar las coincidencias. 
     Tal como hice en el volumen antes citado, me parece oportuno comenzar transcribiendo dos párrafos de García Barrientos (2004) que permiten ubicar los puntos centrales de la controversia con el estagirita y su Poética. El primero de ellos sintetiza con suma claridad lo que se ha dado en llamar los “elementos constitutivos” de la tragedia y, por tanto, del teatro:

 

En el capítulo sexto de la Poética se distinguen seis “partes” o elementos de la tragedia (el teatro): dos medios, la elocución o “composición misma de los versos” y la melopeya o “composición del canto”; un modo, el espectáculo, y tres cosas imitadas, el carácter o “aquello según lo cual decimos que los que actúan son tales o cuales”, el pensamiento o “aquello en que, al hablar, manifiestan algo o declaran su parecer”, y la fábula o “composición de los hechos”. Y el orden de importancia de estos seis elementos es el siguiente: fábula (“el principio y como el alma de la tragedia”), caracteres, pensamiento, elocución, melopeya y espectáculo. Los cuatro primeros son explícitamente identificados como “elementos verbales”, mientras que los dos últimos se consideran “aderezos ”[1].

 

El segundo párrafo que citaremos establece, en contraparte, la perspectiva desde donde la práctica contemporánea del teatro habría desmontado la supuesta autoridad de aquel paradigma:

 

La jerarquización aristotélica de los elementos del teatro constituye el fundamento de lo que Patrice Pavis denomina “posición logocéntrica”, perspectiva que domina el pensamiento teatral hasta finales del siglo XIX, se prolonga con gran fuerza hasta hoy y considera la obra del “poeta”, el texto escrito, como el elemento primero, autónomo y principal del arte teatral, depositario de su contenido esencial, del sentido, la interpretación y el espíritu de la “obra”. El espectáculo, por el contrario, se entiende como expresión superficial y superflua, dependiente de la obra literaria y subordinada a ella… ()…El logocentrismo sigue gozando, como hemos dicho, de una excelente salud, sobre todo en ambientes académicos, pero desde fines del siglo XIX puede advertirse muy claramente una reacción en sentido contrario, que aspira en definitiva a invertir los términos de la relación de prioridad del teatro-literatura sobre el teatro-espectáculo y que constituye una nueva perspectiva que parece apropiado denominar “escenocéntrica”[2].

 

Digamos, para entrar en materia, que la principal controversia consiste en que aquello que para Aristóteles era un “aderezo” del drama, para el posdrama constituye un auténtico paradigma: El teatro no es literatura, sino, en lo más extremo, aquello que Dubatti (2007) engloba como “régimen de experiencia”. Al teatro post-aristotélico no se va para ver y escuchar una historia, sino para formar parte de un acontecimiento. El teatro es, pues, un nuevo arte ritual que otorga un sitio central al espectador. 

El origen aceptado de este cambio sustancial –algunos le llaman primera reforma– se atribuye al surgimiento de la puesta en escena y al invento de la luz eléctrica que transformaron el escenario en un espacio autónomo de la palabra, un sitio mágico para la creación de imágenes en movimiento. A partir de este hecho, perfectamente ubicado en el tiempo, asistimos a un deslizamiento paulatino de los paradigmas teatrales que incluso terminan –con la segunda reforma– por poner en crisis la noción de fábula y personaje, dos de los elementos básicos del canon aristotélico. 

Ahora bien, de igual manera que se marca distancia con el canon, resultará justo relativizar la perspectiva que intenta determinar lo antiguo y lo nuevo, lo pre y lo post. Cuando uno lee que Los persas de Esquilo, la pieza teatral más antigua que se conserva, aborda sucesos ocurridos apenas unos años antes de su estreno (incluso se mencionan nombres de quienes participaron en la célebre batalla de Salamina, que resultan reconocibles para el espectador), tendremos que coincidir con quienes encuentran en ella un sesgo documental; y cuando, por otro lado, uno lee que el teatro documental, es decir el teatro de no ficción, es uno de los estandartes del posdrama, se puede intuir que no hay nada nuevo bajo el sol, mucho menos una línea de evolución recta y ascendente. Dubatti (2016) refuta la noción que pone “como centro categorial lo moderno como organizador de nuestro discurso histórico” y, para reorientar el estudio, propone “no articular los procesos históricos como lo hace Lehmann (2013) en teatro pre-dramático, dramático y post-dramático”, sino entre drama y liminalidad.     

Con lo anterior quiero decir que no hay regla ni esencia teatral que se mantenga inmutable y deba respetarse acríticamente, pero tampoco la devoción por lo aparentemente nuevo debe llevarnos a negar todo conocimiento anterior que, sin duda, ha sido resultado del estudio, la reflexión y la práctica coyuntural.  

         En el caso específico de la Epístola a los Pisones o Arte Poética de Horacio, encontramos una primera y sustancial diferencia con respecto a Aristóteles en tanto no pretende convertirse en un sistema de análisis del drama, sino en un documento didáctico basado en la propia experiencia y el buen gusto. Para el lector contemporáneo resulta inevitable pensar en aquellas Cartas a un joven poeta de Rilke, por tratarse literalmente de una carta abierta, pero sobre todo porque reúne los consejos que un viejo y afamado poeta transmite a las nuevas generaciones. En ese tenor, el escrito resulta, para el lector contemporáneo, menos controvertido que la Poética de Aristóteles en tanto no intenta defender una forma de construcción del drama, sino encausar el trabajo del poeta para que alcance la expresión más justa. 

         Destacaríamos de la Epístola ciertas ponderaciones sobre el equilibrio y unidad de la obra, sobre la construcción de personajes y sobre el reconocimiento de las propias capacidades, todo lo cual desemboca en la búsqueda del justo medio entre contenido y forma, entre el deleite y el adoctrinamiento, en suma, entre el genio y el trabajo. Podríamos concluir que lo que pretende Horacio es limpiar el poema dramático de excesos e incoherencias para encontrar el sentido pleno de las ideas: "Del escribir con propiedad y peso el principio y la fuente es tener seso", afirma el poeta y no podemos estar más de acuerdo. 

         No obstante leer sobre la fama y autoridad que durante siglos concitó el Arte Poética de Horacio, queda la impresión de que durante el siglo XX dejó de ser un referente y ni siquiera materia de controversia al alejarse por completo de los debates cruciales que el teatro mantenía. Si se iban a rebatir los fundamentos, Aristóteles era el blanco ideal de las críticas por ser el primero y el más amplio difusor de una idea teatral. Horacio apenas asoma en estas discusiones, quizás porque la función del poeta dramático ha sido minimizada en el proceso de definir los nuevos paradigmas teatrales o porque en la situación actual resulta irrelevante discutir sobre los cinco actos del drama o la inclusión indiscriminada del Deus ex machina. Remito nuevamente a Dubatti y su Nueva tipología del texto dramático (2004) para concluir que las nuevas formas del drama no surgen exclusivamente del poeta, el sujeto creador puede ser el actor, el director o el grupo en su conjunto, que buscan y delimitan su estructura poética en el ensayo diario, no en el papel ni en la creación previa. 

         ¿A quién se dirige hoy en día la Epístola de Horacio? Asumo que para los practicantes del oficio teatral contemporáneo tiene una importancia marginal, no desdeñable, pero de ninguna manera certifica la legitimidad de las nuevas formas teatrales. En cambio, su interés académico se mantiene intacto tanto para la literatura como para los estudios estéticos, culturales y antropológicos al reflejar una cultura, una forma de ver y entender el mundo

 

 

 

Dubatti, Jorge (2004), Dramaturgia y nuevas tipologías del texto dramático, en Moncada, Luis Mario (compilador), Versus Aristóteles, México, Anónimo Drama ediciones, pp. 101-07

Dubatti, Jorge (2007), Filosofía del Teatro I, Buenos Aires, Atuel, 223 pp. 

Dubatti, Jorge (2016), Teatro- matriz, Teatro liminalEstudios de Filosofía del Teatro y Poética Comparada, Buenos Aires, Atuel. 

García Barrientos, José Luis (2004), «Modos» aristotélicos y dramaturgia contemporánea, en Moncada, Luis Mario, Versus Aristóteles, México, Anónimo Drama Ediciones, pp. 17-27

Horacio, ……



[1] García Barrientos, José Luis, Drama y tiempo, Madrid, Centro Superior de Investigaciones Científicas, 1991, p. 24

[2] Op cit. P. 25

No hay comentarios.: