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(Foto de Antonio Prieto Stambaugh) |
Formo parte de una generación cuya primera noción de teatro participativo nos la proporcionó el Taller de Investigación Teatral de la UNAM. Recuerdo muy nítidamente una madrugada de 1983 en la que, en punto de las 5:30am, acudí a una cita que, según marcaba la revista Tiempo Libre, debía congregarnos en el mercado de flores de constituyentes, en las faldas del cerro del Chapulín, donde iniciaríamos el trayecto denominado Aztlán, una acción que en su momento entendimos como la persecución del amanecer pues se trataba de caminar en grupo hacia la cumbre del cerro, justo a tiempo para ver el surgimiento del astro rey que, esa mañana, se revestía con el manto de una deidad prehispánica para integrarnos en un hecho comunitario y místico. “La intención del teatro antropocósmico – afirma Núñez– es la de hacernos conscientes de que nosotros somos el cosmos”. El trayecto continuaba más adelante con un descenso que, de manera alegórica, completaba el mítico viaje de regreso a Aztlán. Entre ejercicios mántricos y el movimiento habitual de quien comienza la jornada laboral en la Casa del Lago, volvíamos a nuestra realidad para dirigirnos después a nuestras propias actividades cotidianas.
Estudiaba yo el primer semestre de la carrera de
Precisamente aquel año del 83 publicó editorial Gaceta la primera edición del Teatro Antropocósmico, que no podemos decir que ofrecía las primeras conclusiones de una propuesta en constante reelaboración, pero sí establecía los referentes de un trabajo de sincretismo teatral que consideraba como fuentes el teatro tibetano, el náhuatl y algunas influencias contemporáneas, entre las que destacaban las enseñanzas de Stanislavski, Brecht, Strasberg, Schechner y, por supuesto, las del maestro Grotowski. Curiosamente, ese mismo año se publicaban en México Las islas flotantes de Barba y La forma pura del teatro de Witkiewicz, y en Estados Unidos se fundaban los primeros centros de estudios superiores de la representación, bajo la tutela de Richard Schechner.
Entre las acciones –que hoy podríamos denominar performances– que el TIT presentó en la década del 80, además de Aztlán, baste mencionar Tloque Nahuaque, elaborada como parte del Seminario de Investigaciones Etnodramáticas, Tonatiuh, Huracán y La tempestad (1987), que se presentó en el foro Sor Juana y constituyó una prueba de fuego al intentar la mixtura entre el trabajo participativo y la representación a partir del texto shakespereano, una prueba que, a decir del propio Nicolás, planteó la necesidad de deslindarse de aquellos actores que, dominados por la rigidez de su ego, no mostraban la capacidad para disolverse en el colectivo.
Precisamente podemos entender ese montaje como un punto de inflexión que llevaría al grupo a contraer su búsqueda en los terrenos de Casa del Lago mientras el teatro participativo comenzaba a sufrir un primer embate por parte de algunos detractores que cuestionaban la “obligación” de participación de un público que, según afirmaban, sólo quería observar desde su butaca la intensidad del drama representado. Es curiosa la forma en que ciertos postulados pasan de la novedad al ostracismo e inopinadamente vuelven con más fuerza para dominar la escena contemporánea. Tal fenómeno ocurrió con el teatro documental, hoy más actual que nunca, y por supuesto con el teatro participativo, que hoy en día juega con multiplicidad de formas que el público codifica y acepta con ductilidad. Podemos suponer que esta forma en que los públicos jóvenes se incorporan a la experiencia ritual del teatro es resultado de las exploraciones iniciáticas del Taller de Investigación Teatral.
Si antes marcábamos a La tempestad, montaje de 1987, como el fin de una etapa de trabajo del TIT, podemos suponer que en 1989 se abre un nuevo proceso de decantación con el estreno de Citlalmina, danza sagrada que unifica la danza mexicana de los concheros y la tibetana del Sombrero negro, en lo que, se afirma, es un mandala en movimiento que desarrolla su propio alfabeto corporal y abre un vasto campo de experimentación que dará pie al establecimiento de las 22 dinámicas de entrenamiento del TIT, estructuras mediante las cuales se hace contacto con uno mismo y con el cosmos a partir de un rito personal. Afirma Deborah Middleton que cada dinámica está formada por dos partituras, una externa formada por acciones físicas, y una interna, consistente en meditaciones, pero lo que subyace en ellas es que, más allá de constituir procedimientos para la creación, son una performance en sí mismas bajo el sino de la meditación en movimiento.
Si la intención del teatro antropocósmico es lograr que los participantes “descubran, exploren y creen su propio mundo interior”, las dinámicas no requieren otra cosa que la conducción inicial de acciones psicofísicas y la generación de un espacio ritual para lograr que los participantes se conviertan en un actuante colectivo y tengan su propio viaje personal.
Las dinámicas reciben nombres específicos y están codificadas para su estudio y aplicación, tal como se corrobora en las múltiples publicaciones que han detonado en el mundo anglosajón, entre ellas la versión inglesa del libro que ahora presentamos. Un elemento particular de estas dinámicas es el tiempo, que puede expandirse hasta las 12 ó las 24 horas, situación que subraya el ritualismo del fenómeno. Por algo la propia Middleton sugiere que en estas dinámicas surge el “modelo del actor como curandero, hacedor de mitos y técnico de lo sagrado”.
Aterrizando al fin en este libro, debo decir que encuentro en él una doble lectura; por un lado conforma una recapitualción del trabajo y hallazgo del TIT a lo largo de 50 años, un proceso autoreflexivo y continuo que ratifica la congruencia de pensamiento y acción, y, por otro, es un análisis “desde afuera” que describe, ordena y proyecta la importancia de estos hallazgos escénicos. En su primera parte, el libro ofrece la versión actualizada del Teatro antropocósmico y, en la segunda, se multiplican las voces que hablan en términos generales y particulares del trabajo del TIT. Deborah Middleton es una de ellas, quien ha tenido bajo su cargo la edición inglesa, pero también escriben John Britton, Etzel Cardeña, Daniel Pla, Karolina Sandstrom, Tray Wilson, Franc Chamberlain, y Ana Luisa Solís Gil, entre otros, traducidos por Helena Guardia. También aparecen en los apéndices, textos de Fernando de Ita y Juan José Gurrola que ya habían sido incluidos en el libro Teatro de alto riesgo (2007). Para las nuevas generaciones, esta publicación es una oportunidad de abrevar de las fuentes que hoy dominan la escena mexciana, y para los mayores, un recordatorio de la necesidad de congruencia y continuidad de búsquedas.
Hay que decir, por otro lado, que este evento tiene el doble objetivo de presentar la nueva edición de Teatro antropocósmico y celebrar los primerso 50 años de existencia del Taller de Investigación Teatral. En este segundo caso, resulta importante activar la memoria colectiva para mencionar a cuantos han pasado por sus filas, una labor acaso imposible para alguien que no se llame Nicolás Núñez o Helena Guardia. De hecho, la primera pregunta que me surge es cuál ha sido el montaje fundacional, que yo creería, es Antropo de Cummings, estrenado en abril de 1975, bajo la dirección de Núñez. Lo cierto es que los primeros nombres que aparecen asociados al taller son los de Juan Allende, hermano de Nicolás, y Helena Guardia, aunque también son nombrados Marcela Camacho, Ana Luisa Solís, Jaime y Héctor Soriano, Juan Maya, Xavier Carlos, Emiliano Gutiérrez, Alí Ehecatl, Franisco Lerdo de Tejada, Virginia Gómez, Julio Gómez, Gela Manzano, Cecilia Albarrán, o más recientemente, Fabiola Cuevas, Mariana Giménez, Hugo Esquinaca, Avelina Correa, Aimé Godínez, Carmina Arcos, Herendy Ávila, Nad'xeli Forcada y Rubén Mares, entre muchos otros.
Sea que hayan pasado efímeramente por aquí o hayan convertido el taller en proyecto de vida, lo que en palabras de Nicolás se ha intentado, es “la posibilidad de un intérprete-mago, aquel que retoma el camino del sacrificio al servir de puente entre lo sagrado y lo profano; un intérprete anunciado por Eintein, buscado por Jung, visualizado por Stanislavski, encarnado por Artaud, indagado por Grotowski e intuido por la mayoría de la gente dedicada al teatro.”
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