Siendo el teatro un fenómeno social, artístico y de producción, son muchos los factores que se entremezclan en el intento de encontrar un sentido a sus derivas. Qué teatro para qué público y en qué circunstancias, son las preguntas que nos hacemos con el ánimo de organizar la pesquisa. El estudio del que este artículo forma parte, se enmarca en un periodo concreto: de fines del siglo XIX hasta casi la mitad del XX, una etapa en la que el país, su cultura, y particularmente su teatro, experimentaron una violenta revolución que tuvo como consecuencia el surgimiento de nuevas identidades. El México que nació de esa prolongada transición horadó en sus raíces prehispánicas, enalteciéndolas con orgullo, y al mismo tiempo compartió inquietudes y propósitos de modernización con el resto del mundo. Pese a las dificultades del parto, puede decirse que, al final de aquel periodo, la restauración nacional se afrontaba con un contagioso optimismo.
Ahora bien, si el marco temporal ya resulta significativo, el presente estudio se torna aún más específico y provocador al centrarse exclusivamente en la contribución de artistas teatrales españoles en dicha transición. Resulta paradójico que se nos invite a indagar en la sobresaliente aportación de una comunidad que fue hegemónica en nuestro país durante casi cuatro siglos*, cuando el contexto nos habla, precisamente, del final de su aura. No obstante, es posible –incluso inevitable–, reconocer la intervención propositiva de artistas y gestores llegados de la península que entendieron la importancia del cambio y decidieron subirse al carro de la historia. Vamos a por ellos.
Antes hay que subrayar lo que ya es un hecho aceptado: a pesar de que conseguimos la independencia política y económica en los albores del siglo XIX, la emancipación del teatro mexicano con respecto de la impronta ibérica tuvo que esperar una centuria más para confirmarse. Así lo corrobora el control que, de los edificios teatrales, el repertorio y los elencos, tuvieron los empresarios españoles hasta bien entrado el siglo XX. Varios hechos aislados, aunque concatenados, ayudaron a poner punto final a esta dependencia y pusieron en ruta la edificación de un teatro con identidad propia. Entre los sucesos que se mencionan como detonadores del cambio habría que poner, en primer lugar, el surgimiento del teatro de revista, que puso en el imaginario el tratamiento de temas de actualidad nacional; también la irrupción de figuras locales que consolidaron sus propias empresas, como Virginia Fábregas, Esperanza Iris, María Teresa Montoya o Roberto Soto. La presencia efímera de la actriz argentina Camila Quiroga destaca de igual forma por su simbolismo: el acento porteño de su compañía impactó al público e inspiró a los actores mexicanos para erradicar de su práctica el ceceo ibérico al que habían estado condicionados durante siglos; otra razón para el cambio fueron las subvenciones (siempre insuficientes) que los gobiernos emanados de la Revolución ofrecieron a autores, compañías y grupos experimentales con el fin de impulsar un repertorio nacional, y, como puntilla contra el viejo teatro, la ruptura de relaciones diplomáticas con la España franquista vino acompañada por el insostenible mantenimiento de los inmuebles teatrales decimonónicos, situación que terminó por extinguir a las empresas teatrales de origen español que aún se mantenían en nuestro país, para dar paso a pequeños grupos locales que, de manera consecuente, introdujeron nuevos repertorios y formas de producción.
A pesar de su definitividad, se advierte que no fue un movimiento de ruptura con las viejas formas, sino un sutil deslizamiento que se prolongó por décadas. Rota finalmente la hegemonía del estilo y la organización, aún fue importante la permanencia de algunas personalidades que contribuyeron a la transición, como también lo fue la incorporación de una nueva generación de artistas, en este caso exiliados republicanos, quienes supieron acoplarse al espíritu de los tiempos y dieron un último impulso contra la inercia teatral en que se había sumido el teatro profesional. Yo me detengo en el primer caso, el de las figuras provenientes de la vieja tradición española que, a pesar de ello, dieron pasos en pro de la escena mexicana, y entre tantos ejemplos elijo destacar el trabajo de los hermanos Pastor Montañés: Felicidad, Eduardo y Pepín, quienes hicieron carrera en México y, desde diversos frentes, ayudaron a consolidar un nuevo régimen de producción teatral.
Hijos de Isidoro Pastor y Adelaida Montañés, una pareja de actores que desembarcó en 1882 como parte de la Estudiantina Española “Fígaro”, y que decidió quedarse en México para hacer carrera, los hermanos pasaron su infancia viendo a sus padres fundar su propia compañía de zarzuela y trabajar también para distintas empresas, entre las que destacó la de los hermanos Arcaraz, que aún no alcanzaba su mayor auge y celebridad. Olavarría y Ferrari reconoce en su Reseña histórica (1961) la capacidad de Pastor y se entusiasma con el talento de Montañés, a quien siempre ve brillar en sus actuaciones. Según se infiere por los registros de su actividad entre 1882 y 1895, los esposos tuvieron una carrera solvente, aunque en los últimos años Isidoro Pastor ya estaba “arruinado en voz e intereses” y finalmente moriría en 1896 mientras trabajaba en teatros de El Salvador. De Adelaida Montañés sabemos aún menos, que irradiaba talento, que nunca decepcionaba en sus papeles y que entre el 88 y el 90 pasó una temporada en España. En 1895 desparece su rastro de la escena nacional; presumiblemente acompañaba a su marido en la fatídica gira centroamericana.
No contamos con datos de nacimiento de los hermanos, salvo de Felicidad, y siendo ella la primera en debutar en la compañía de sus padres, suponemos que se trata de la primogénita. Nacida en Andalucía en 1874, contaba con ocho años cuando llegó a nuestro país y aquí permaneció hasta los catorce, poco después de hacer su debut en el apropósito Una fiesta en Santa Anita, de Juan de Dios Peza y Luis Arcaraz, donde –según precisa la Reseña–, la muchacha lucía un traje de china mexicana. En 1888 viajó con su madre a España para estudiar música con el maestro Caballero (Olavarría, 1961), y dos años más tarde volvió a México para incorporarse a la compañía de su padre, quien le brindó una función de beneficio con la representación de la zarzuela Mis dos mujeres. Contaba con 16 años. Desde entonces conformó numerosos elencos con sus progenitores y luego con otros empresarios, fijando su residencia definitiva en nuestro país.
Puede decirse que su carrera como actriz fue consistente, aunque discreta, salvo por un par de sucesos extra teatrales que alcanzaron la prensa y alimentaron el anecdotario. El primero de ellos ocurrió en julio de 1900 cuando, según informa el Diario del Hogar, en plena representación de la zarzuela De Madrid a París se lio a golpes con la también actriz Esperanza Dimarías, dando como resultado la suspensión de la obra y la conducción a la oficina de policía, donde ambas actrices fueron condenadas a pagar 25 pesos de multa (Moncada, 2007). ¿Cuál fue el motivo de la disputa y cuáles las consecuencias al interior de una compañía tan prestigiosa como la que encabezaban las hermanas Moriones en el Principal? El Diario no lo indaga, pero no tiene importancia; son las pequeñas notas discordantes en el engranaje de una empresa teatral de repertorio, modelo de producción preponderante en esa época.
El segundo suceso ocurrió 15 años más tarde durante una gira por el estado de Puebla al lado de su hermano Pepín y el también actor Valentín Asperó. Sin quedar claras las motivaciones ni las acciones concretas, los tres se vieron envueltos en el supuesto encubrimiento de un militar contrarrevolucionario, el sanguinario y corrupto general Higinio Aguilar quien, desde la caída de Victoriano Huerta, combatía a las fuerzas carrancistas. Por la supuesta participación en esos hechos, los actores fueron condenados a 20 años de prisión bajo el cargo de “traición”; sin embargo, poco después fueron absueltos en circunstancias nunca aclaradas (Morales, 1987).
Al margen de estos sucesos, y de la enumeración de algunas de sus obras como actriz de género lírico y cómico: Don Luis el Tumbón, Diavolina (ambas en 1900), la ópera Carmen (1908) o El pretendiente (1913), lo que adquiere relevancia es su desempeño como directora de escena, un cargo marginalmente reconocido pese a que Mendoza López (1985) asegura que se trata de la primera mujer que asumió profesional y permanentemente dicha tarea. Consultadas diversas fuentes bibliográficas y hemerográficas, encontramos en 1919 la primera mención de su crédito como directora de escena con la Compañía de Género Grande de Julia Llera (Mañón, 1932). Es cierto que por las mismas fechas se consigna el crédito a otra directora, la maestra y actriz Eugenia Torres, quien, sin embargo, no dirige cuadros profesionales, sino a alumnos de la Escuela Nacional de Arte Teatral que ella acaba de fundar junto con Julio Jiménez Rueda. En cambio, Felicidad Pastor llevaría tiempo desempeñando el papel de regidora de escena en la compañía Llera, sobre todo en recintos del interior del país. Otras empresas para las que asumió la misma tarea fueron el denominado Cuadro Alegría de Paco Martínez y la Compañía de Luis Mendoza López. El repertorio con el que trabaja resulta inusual para la época: zarzuelas de tres actos como La tempestad, El anillo de hierro, La tela de araña o La revoltosa, que fueron éxitos clamorosos del siglo anterior, nos hacen relativizar su función como encargada del tránsito escénico, una tarea más ben técnica, muy lejana a la idea de un director que desarrolla su propio concepto de puesta en escena. Es ésta la razón por la que, tal vez, no se ha dado relevancia a su figura. En cambio, se suele considerar a Luz Alba, a Lola Bravo o a Nancy Cárdenas como las mujeres precursoras en la dirección de escena, en el entendimiento contemporáneo del término. Aun así, resulta injusto escatimar el reconocimiento a una labor hasta entonces exclusiva de los varones, que Felicidad Pastor desempeñó con reputación y profesionalismo a juzgar por el hecho de que todavía en 1934 seguía desempeñando la misma tarea. Independientemente de su paso discreto por la historia de nuestro teatro, es justo reconocerla por asumir un papel inédito y contribuir con ello a la evolución de las formas de producción teatral durante el primer tercio del siglo XX.
Eduardo Pastor debutó también en la compañía de su padre, a principios de la década del noventa, antes de incorporarse a la Cía. Arcaraz, que estaba por adquirir el teatro Principal, donde se darían a conocer algunas de las obras más emblemáticas de la transición al siglo XX, entre ellas La cuarta plana(1899), Entre dos siglos (1900), La sargenta (1903), Chin Chun Chan (1904), La gatita blanca (1906) y La corte del Faraón (1910). Brillante fue ese periodo para la empresa Arcaraz, para el teatro Principal y para el propio actor, que formó parte del primer esplendor de la Revista mexicana. Posteriormente trabajó como intérprete para otras empresas importantes, entre ellas las de Roberto Soto y Manuel Castro Padilla; también fue director de escena al servicio de Esperanza Iris, antes de convertirse en empresario del teatro Lírico y formar su propia compañía.
A partir de 1935 trabajó para la Secretaría de Educación Pública, como director de escena del Palacio de Bellas Artes. Su contribución en este terreno fue abrirle las puertas del principal escenario del país al último esplendor de la Revista mexicana, que estrenaba Rayando el sol (1937) y México a través de los siglos (1938), ambas bajo su dirección y estelarizadas por Roberto “el panzón” Soto. La iniciativa no estuvo exenta de críticas y discusiones en torno a la pertinencia de presentar en Bellas Artes espectáculos de corte popular (una polémica similar a la que 60 años después desataría la presentación de Juan Gabriel en el mismo escenario), pero la calidad del espectáculo terminó por acallar a los puristas.
Independientemente de su labor artística y empresarial, el rubro que hace ocupar a Eduardo Pastor un lugar preponderante –y también controvertido– en la historia de nuestro teatro, es el del sindicalismo, donde contribuyó a modificar las relaciones laborales al interior de las empresas teatrales.
Aún era muy joven, en 1903, cuando fue elegido como Vocal en la fundación de la Sociedad Fraternal Artística Mexicana, una agrupación de carácter mutualista y de protección, cuyo objetivo fue recaudar fondos “para solventar los gastos de retiro y de fallecimiento de sus agremiados, así como para la construcción de un asilo para artistas de la escena”. En menos de un mes la Sociedad alcanzó los 300 afiliados, sin embargo, su labor se diluyó rápidamente y desapareció sin lograr sus objetivos. Se trata, a pesar de todo, de la primera iniciativa sólida por construir una asociación gremial en el teatro (Moncada, 2010).
Pasará más de una década para que Eduardo Pastor participe activamente en otra tentativa para crear un sindicato de actores. La Ciudad de México no se recupera aún de los enfrentamientos armados que mantuvieron asolada a la capital durante 1915 y, apenas al comenzar el año siguiente, trabajadores de diversos teatros acuerdan un paro colectivo que tiene como propósito constituir una organización gremial. En el contexto de crisis galopante, en la que incluso circulan distintas monedas “oficiales” (tema singularmente abordado por la revista El país de los cartones, de 1915) resulta lógico que el movimiento no haya alcanzado la fuerza esperada y que la iniciativa tuviera que esperar una mejor coyuntura.
Luego de otro intento fracasado en 1920, dos años más tarde se logra la constitución del Sindicato de Actores Mexicanos SCL (Sociedad Cooperativa Limitada), del que Pastor será fundador y líder histórico.
1922 puede llamarse, con todo rigor, como el año del sindicalismo teatral mexicano; en menos de diez meses fueron constituidos tanto el Sindicato Mexicano de Actores como la Unión de Tramoyistas, Escenógrafos, Electricistas, Utileros y Similares del Teatro (TEEUS), la Unión Mexicana de Apuntadores, El Sindicato de Filarmómicos del D.F., El Sindicato Nacional de Autores, la Unión de Empleados de Teatro y Espectáculos Públicos, y el Sindicato de Empleados Cinematográficos. Antes de finalizar el año, las siete agrupaciones constituyen la Federación Nacional de Uniones Teatrales y Espectáculos Públicos, mejor conocida como Federación Teatral (que aún existe, aunque nadie celebró su centenario). En aquel emblemático año, las movilizaciones ocurren en cascada y, aprovechando el auge sindicalista que se respira en todas las áreas de la vida nacional, el teatro logra por fin un esquema organizativo que protege a sus agremiados (aunque pasará poco tiempo antes de que sumen a las prácticas corporativistas del sindicalismo oficial). Lo anterior ese logra, en buena medida, gracias al esfuerzo de Eduardo Pastor.
En su primera época, el Sindicato se establece como filial de su similar de Actores Españoles, bajo la asesoría del delegado español José Morcillo, pero una vez reglamentado el artículo 123 de la Constitución Mexicana (relativo al trabajo), el Sindicato se deslinda de su similar, reformula sus estatutos y cambia su nombre por el de Unión Mexicana de Actores, también bajo el liderazgo de Pastor. Corre el año de 1928, no obstante, su permanencia al frente de la organización gremial generará eventuales conflictos que crecen hasta provocar el enfrentamiento directo del secretario general con actores de gran influencia, entre los que destacan Fernando Soler, Virginia Fábregas, Sara García y Leopoldo Ortín, que piden su destitución. Finalmente, en 1934 la asamblea decreta la disolución de la Unión y la creación, en su lugar, de la Asociación Nacional de Actores (ANDA). De esa forma termina la actividad sindical de Pastor, muy cuestionada por sus colegas, pero determinante en el proceso fundacional.
José Pepín Pastor se inicia en el teatro de la misma forma que sus hermanos, como actor en la compañía de sus padres, y antes de terminar el siglo XIX ya forma parte del elenco estable de la Cía. Arcaraz, con la que vive sus momentos de máximo esplendor hasta su desintegración en 1912. Durante medio siglo trabaja para las más importantes compañías de género chico, entre las que destacan, además de la ya mencionada, la de Rosa Fuertes, Roberto Soto, Joaquín Pardavé, incluso las de Paco Miller y Alfonso Brito, ya en la década del cuarenta.
Como su hermano Eduardo, también dirige y mantiene esporádicamente su propia compañía, y participa con él en la fundación del Sindicato Mexicano de Actores. Pero si una actividad lo singulariza es la de haber sido representante de actores, labor para la cual mantenía una oficina en la calle de Donceles, cerca de los principales teatros que aún funcionaban durante el primer tercio del siglo. Después del incendio del teatro Principal, en 1931, las cosas cambiarán; la actividad teatral comienza a desplazarse a otras zonas de la Ciudad, lo que también contribuye a cambiar la configuración de la vida nocturna y, por ende, de sus espectáculos.
A pesar de sus actividades paralelas, hablar de Pepín Pastor es referirse fundamentalmente a un actor de soporte que sobrevivió con el género chico hasta prácticamente su desintegración, a la mitad del siglo XX.
Casado con la actriz Celia Bonoris, sus hijos Celia y Enrique Pastor Bonoris continuarán la tradición familiar, ella como actriz y él como cantante y coreógrafo especializado en danzas regionales y folklóricas. Sin embargo, la huella se borra pronto por causa de muertes prematuras, él a los 47 y ella, a los 50.
Además de ellos, la familia Pastor Montañez tuvo un cuarto miembro que ostentó el nombre del padre (Isidoro) y que debutó en el Teatro Nacional en 1894, pero las críticas fueron tan severas sobre su apostura y manejo de voz que la experiencia debe haberlo persuadido de seguir la carrera familiar. Después de tan triste debut, no lo encontramos en registros posteriores de actividad profesional.
Ellos son los hermanos Pastor Montañés, perdidos entre una historia teatral para la que contribuyeron con su modesta revolución.
REFERENCIAS
- Mañón, Manuel (1932), Historia del teatro Principal. Ed. Facsimilar 2009. Conaculta-INBA. 464 p.
- Mendoza López, M. (1985), El teatro de ayer en mis recuerdos. México. Porrúa. 159 p.
- Moncada, LM (2007). Asi pasan.Efemérides teatrales 1900-2000. México. Conaculta-INBA-Escenología. 575 p.
- ------------------ (2010) Diccionario histórico del teatro en México 1900-1950. En Reliquias Ideológicas Blog. Recuperado el 8-11-2022 en http://reliquiasideologicas.blogspot.com/2010/01/p.html
- Morales, M.A. (1987), Cómicos de México, México. Ed. Panorama.
- Olavarría y Ferrari, E. (1961). Reseña histórica del teatro en México. México. Editorial Porrúa. Tomos III, IV y V
Fichero de referencias hemerográficas SITMEX-Citru.
1 comentario:
Tendré que buscar el libro, alguien sabe dónde lo puedo conseguir. gracias 🫂.
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