2/10/18

La princesa, el ministro y los premios.




Al cumplirse 40 años del Premio de Dramaturgia del INBA, El Milagro se hará cargo de publicar las obras premiadas, comenzando con ésta de Alonso Fiallega para la que escribí una introducción. Aproveché el espacio para decir unas cuantas cosas a propósito de los premios de dramaturgia en México.

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Mucho se habla últimamente de los premios de dramaturgia en México, que para algunos han crecido como hongos, desvirtuando su cometido, para otros han perdido vigencia al sostener el valor literario sobre otros aspectos de la creación escénica, y para muchos más siguen siendo un instrumento eficaz para consagrar a nuevos y viejos autores. Ciertamente el debate ha subido de tono a raíz de algunas resoluciones polémicas por parte de jurados e instituciones convocantes, de tal forma que pido su venia a La princesa y el ministro, de Alonso Fiallega, ganadora del Premio Bellas Artes de Dramaturgia 2017, para comenzar su presentación con algunos apuntes sobre la evolución de estos reconocimientos
Los premios de dramaturgia han tenido la misión de impulsar y reconocer la creación teatral en nuestro país. Así lo estimó en 1905 la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes al convocar a su Primer Concurso de Comedias y Dramas, cuyo jurado compuesto por el empresario teatral José María Vigil y Robles, el poeta Luis G. Urbina, el director Francisco Fuentes y la actriz Virginia Fábregas decidió entregar el primer premio a la obra Cerebro y Corazón de la dramaturga potosina Teresa Farías de Issasi. Por supuesto, la controversia acompañó a los premios como un aderezo picante desde su nacimiento, baste recordar el estreno de esta primera galardonada, afectado por el trato despiadado de los críticos que cuestionaron el otorgamiento del premio. En descargo de la obra citaremos al cronista de El Occidental de Hermosillo, quien, a raíz de las presentaciones de Cerebro y Corazón en aquella ciudad, escribió:
Una de las obras más completas de nuestro exiguo teatro. Lo moral que en ella se predica, la crítica que en ella se emplea, y las máximas que se deducen y explican son de lo más noble y levantado: el cerebro y el corazón de la autora se extendieron por todas las escenas bañándolas de la atmósfera en que vive, intelectual y moralmente, la mujer mexicana en su país, la mujer mexicana en la apoteosis de su grandeza, cuando es madre[1]
En abono a la controversia consignaré que el noble objetivo de apoyar el desarrollo de las artes se topó casi desde el principio con la dificultad de encontrar aquello que merecía ser resaltado: apenas al llevarse a cabo el segundo concurso convocado en 1908 por la citada Secretaría, el jurado lo declaró desierto, decisión que a la postre tuvo otra grave consecuencia: la desaparición del premio. No obstante, por la experiencia de nuestras instituciones culturales sabemos que cuando un premio desaparece otro aparece por algún lado, así que la desertificación no tendría porque inquietarnos; acaso debieran ocuparnos los criterios que se usan para dictaminarlos. En 1956 escribió Jorge Ibargüengoitia sobre el concurso dramático de El Nacional, diario oficial del gobierno:
Este año fue premiada una pieza: Los Desarraigados, entre otras razones: “…por haber sido considerada la mejor, dada la mexicanidad de su tema, su excelente factura, etc…” Dejando para más tarde lo que el jurado llamó “mexicanidad del tema” quiero recalcar que la primera virtud que vino a la cabeza del jurado fue la mexicanidad. Si el jurado leyera de una comedia premiada por “lo esquimal del tema” o por “lo guanajuatense del tema” le parecería una manifestación de provincianismo execrable. Si fuera un periódico de Londres y dijera “lo inglés del tema”, le parecería una excentricidad, como la circulación a mano izquierda (…). Somos nosotros los mexicanos los únicos seres privilegiados que podemos referirnos a nuestra nacionalidad con virtud, sin temor a parecer grotescos o imbéciles[2].
Más allá de que el sarcasmo aplique a muchas de las actas donde fundamentan sus decisiones los jurados (entre quienes me incluyo), reconozcamos que el Estado mexicano ha encontrado distintas vías para estimular la creación dramática, siendo la más recurrente, claro está, la creación de premios nacionales de dramaturgia.
De entre todos ellos el de mayor prestigio y antigüedad es este que desde 1978 convocan el Instituto Nacional de Bellas Artes y el gobierno de Baja California, con diversos nombres a través del tiempo: primero fue Premio Nacional de Teatro Mexicali; más tarde Premio Bellas Artes Baja California de Dramaturgia, y en últimas fechas ha sumado a su extenso linaje –para homenajearla–, el nombre de la eximia Luisa Josefina Hernández. 
Con la edición que ha dado por ganadora a La princesa y el ministro se cumplen 40 años de reconocer la excelencia de la creación dramática nacional. Un rápido vistazo al historial del Premio nos descubre que sólo dos autores lo han ganado en más de una ocasión: Hernán Galindo y Sabina Berman, aunque esta última, para engrandecer la hazaña, lo obtuvo tres veces en cinco años, y para mayor asombro, lo logró antes de cumplir los treinta. Entre quienes han obtenido el galardón resuenan los nombres de Wilberto Cantón, Guillermo Schmidhuber, Felipe Santander, Jesús González Dávila, Enrique Ballesté, Estela Leñero, Ana María Vázquez, Javier Malpica, Mario Cantú, Jaime Chabaud, David Olguín, Cecilia Lemus, Luis Santillán, Luis Ayhllón, Bárbara Colio, Hugo Alfredo Hinojosa, Alejandro Ricaño, Martín Zapata y Martín López Brie, sólo por citar a algunos de nuestros más conspicuos dramaturgos. No obstante, también llama la atención que muchos de los premiados han sido autores de paso efímero por la dramaturgia. De entre estos hay tal vez dos nombres que sobresalen en sus otros derroteros, el de la actriz y directora Claudia Ríos y el del llorado escritor Ignacio Padilla, cuya obra se mantiene inédita para la escena. Un dato que apela a futuras reflexiones es que muy pocas de las obras ganadoras han logrado replicarse en nuevas producciones a lo largo de los años, lo que tal vez hable más de los criterios de producción en México que de la conformación de un repertorio significativo para la escena nacional. Si el lector desea sacar sus propias conclusiones le recomiendo ingresar a la página web de la Coordinación Nacional de Literatura, donde no sólo encontrará el listado completo, sino incluso los facsímiles de las actas dictaminadoras de la última década, que en sí mismas constituyen una radiografía sobre las razones por las cuales se premia una obra.
Tanto por el monto económico como por el reconocimiento que conlleva, el Premio Bellas Artes es anhelado por cualquiera de quienes nos dedicamos a la dramaturgia. No obstante, hay que reconocer que la aparición de nuevos concursos a lo largo del país ha relativizado la categoría única que antes tenía. La nómina de premios nacionales ha crecido exponencialmente en sólo dos décadas, justo a partir de que el Premio Bellas Artes cumplió 20 años. Desde entonces no han dejado de anunciarse nuevos certámenes, entre los que consignamos el “Manuel Herrera”, del gobierno de Querétaro, el “Mancebo del Castillo”, convocado por el Centro Cultural Helénico y Tierra Adentro, el “Carballido” de la UANL y la UV, el “Rascón Banda” del gobierno de Nuevo León, el “Sor Juana” del Estado de México (premio internacional); el “Perla Szuchmacher” del INBA y el gobierno de Coahuila, el “Sánchez Mayans” de Campeche, el “Óscar Liera” de Sinaloa; el “Vicente Leñero” del gobierno de la Ciudad de México y el “UAM-UdeG” convocado por ambas universidades. A reserva de que se me escape alguno más (el de Sogem, ya desaparecido, por ejemplo), contabilizo once premios nacionales de dramaturgia. Cuatro de ellos tienen reglas especiales: el “Mancebo” y el “Leñero” que estipulan un límite de edad, el “Szuchmacher” que recibe obras para niños y jóvenes, y el “Liera”, que tiene como requisito inscribir obras publicadas, pero sin estrenar. Los siete restantes presentan más o menos las mismas reglas de participación, de tal forma que una misma obra podría presentarse a siete concursos (o a nueve, según la edad del autor).
A propósito de este fenómeno, un hecho ocurrido a principios del milenio vino a detonar una serie de cuestionamientos que aún no tienen solución: nos referimos a la descalificación de Luis Enrique Gutiérrez “Legom” del premio Bellas Artes que había ganado por unanimidad al descubrirse que, pocos días antes, había obtenido otro premio con la misma obra. Más allá de que en nuestra aviesa imaginación el incidente no condena, sino que encumbra a su autor, el caso de el Estado vs. Legom sentó jurisprudencia al agregarse en las sucesivas convocatorias una cláusula que prohíbe inscribir la misma obra en dos concursos simultáneos (aunque todos sepamos que no se cumple). En lo personal considero que esta situación constituye más un inconveniente que una ilegalidad; sin embargo, hay otro aspecto del mismo suceso que parece más relevante: concursos que presentan convocatorias y jurados similares (porque también estos se intercambian entre uno y otro certamen) unifican la visión de un fenómeno que, como el de la creación artística, reinventa permanentemente sus reglas. Dicho de otro modo, todos los premios en México conciben y evalúan la dramaturgia de la misma forma: como el texto que se anticipa y sienta las bases del proceso de creación escénica. Las preguntas en este punto se multiplican: ¿es sano para el desarrollo de un arte plural mantener los mismos criterios de análisis? ¿Existen otras maneras de evaluar las dramaturgias para la escena?, ¿son los premios de dramaturgia el mejor instrumento para estimular y reconocer la renovación del teatro?  
Hasta que no llegó el día en que un importante premio nacional fue declarado “desierto” el castillo de naipes se vino abajo y obligó a repensar el asunto: artículos y debates en redes se multiplicaron para ponderar la situación y ponerla en perspectiva; un número importante de autores puso en tela de juicio el criterio y la autoridad de los jurados (postura miope según mi opinión); otros advirtieron del peligroso mensaje que se enviaba y que ponía en riesgo la continuidad de los estímulos; otros –los menos–, se preguntaron si no sería que la dramaturgia más relevante de nuestros días no necesariamente encajaba en las reglas de estos concursos. En lo personal me interesa la última postura, que no es defensiva, sino que interroga y propone; me quedo particularmente con los argumentos de Noé Morales Muñoz, dramaturgo que pone el acento en la necesidad de transformar la uniformidad de las convocatorias para desarrollar identidades precisas y diferenciadas. Podría alguno de los premios destinarse a obras ya estrenadas, por ejemplo, que demuestren sus cualidades sobre la escena y no exclusivamente a través de la lectura; o a procesos colaborativos de creación, a dramaturgias de no ficción, escena expandida, en fin, a formas distintas de concebir y ejecutar un plan dramático. Es cierto que algunas de estas formas pueden apreciarse también como texto literario, pero me inclino a pensar que, en su actual clausulado, los premios existentes nunca hubiesen ponderado obras como La legión de los enanos (1996), El veneno que duerme (2000), De monstruos y prodigios (2000), Trattaria D’Improvizzo (2002), Asalto al agua transparente (2006), SRE Visitas guiadas (2007), Amarillo (2009), Lo único que necesita una gran actriz… (2012), El beso (2012), Psicoembutidos (2014) El lado b de la materia (2015) o El cuerpo de U (2016), por citar sólo unas cuantas de entre las más inquietantes obras del repertorio contemporáneo.  
Falta que las instituciones tomen cartas en el asunto y se decidan a actuar, que pongan a revisión sus mecanismos y contribuyan a ensanchar las posibilidades de la dramaturgia. Son tiempos en que esperaríamos una lección de sinergia en políticas culturales.
Por supuesto que lo anterior debiera aplicar para los concursos que han llegado al último, no para el premio más antiguo y prestigioso que, además, tiene bien cimentado su perfil en tanto es convocado por la Coordinación Nacional de Literatura del INBA; esta sería razón suficiente para que preserve su enfoque de la obra como pieza literaria con vocación teatral.
Podemos, entonces, volver al propósito para el que fuimos requeridos y confirmar los valores que el jurado de la cuadragésima emisión del Premio Bellas Artes encontró en La princesa y el ministro: una “estructura dramática eficaz, buen diseño de personajes, gran capacidad discursiva y diálogos inteligentes”.
Efectivamente, la pieza desarrolla con habilidad las premisas de lo que Héctor Mendoza llamó Ejercicios a-b, suerte de paradojas en donde dos personajes deben cumplir un objetivo sin transgredir de ninguna manera una regla de comportamiento que, por definición, les impediría alcanzar dicho objetivo. En el caso de la princesa y su ministro, ambos deberían consumar lo que parece ser una atracción irresistible, pero las diferencias sociales y las reglas protocolarias se los impide expresamente. Escena tras escena veremos cómo se pone en predicamento su consistencia como personajes, volviéndonos testigos de un juego de tensión sexual que esperamos ansiosamente se resuelva en algún sentido. La contradicción consiste en que, de conseguir el objetivo, ambos habrán fallado como caracteres.  
Alonso Fiallega (1983) no es dramaturgo de profesión, aunque muestra buen manejo de las herramientas, tal vez adquiridas a su paso por el Colegio de Teatro de la UNAM. Si nos ajustamos a lo que nos afirma la Enciclopedia de la Literatura en México, se desempeña regularmente como productor, coordinador técnico e iluminador, pero su auténtica vocación es la dirección de escena. Recuerdo que hace diez años se embarcó en un proyecto digno de la misma obsesión que ahora manifiesta al poner en escena La modestia, el emblemático texto de Rafael Sprégelburd. En aquella ocasión, como ahora, tuve la oportunidad de escribir una presentación, de la que extraigo el siguiente párrafo:
Para dejar muy clara su intención, Sprégelburd antepone algunas preguntas fundamentales: “¿dónde está la desviación cuando no hay centro?, ¿es posible la transgresión cuando no hay ley fundante?” (…) En el caso específico de La Modestia, el truco formal se concentra en la irritación del sentido; el espectador moderno, inoculado por la causalidad del mundo, sale derrotado luego de perseguir la unión de dos historias que corren paralelas.
Algo similar es lo que Fiallega ha puesto en juego en esta pieza a la que uno le busca desesperadamente un centro, un referente del cual asirnos, y lo que encontramos son dos líneas paralelas que se resisten a encontrarse en el horizonte. En los hechos sería ese el trayecto que la obra nos propone: seguir la ruta con la mirada para comprobar si ese punto de unión existe. Lo que sucede al final no se puede hablar, es necesario realizar el trayecto, sumergirse en la complicidad del diálogo y en su retórica naíf, sabedores de que estamos ante un juego imposible.  
Obra insólita respecto de las preocupaciones temáticas y formales por las que atraviesa el teatro mexicano actual, La princesa y el ministro impone una lógica propia e irrefutable que confirma la claridad y el rigor con que Fiallega maneja el juego teatral, sin complacencias y con la única intención de observar el comportamiento de dos ratones de laboratorio. Ambos buscan la forma de escapar de la condición que se les ha impuesto, pero el experimento nunca falla. Ese es el encanto y el horror: descubrir que las súper estructuras son sólidas como los reinos.
Fiallega, Alonso (2018), La princesa y el ministro, México, El Milagro, 75 pp.

[1] Moncada, Carlos, Mi abuela iba al teatro, Hermosillo, ISC, 2001
[2] Ibargüengoitia, Jorge, Ante varias esfinges, tesina que para obtener el título de licenciado en Letras modernas con especialidad en Arte dramático, presentó en 1956, pp. 85-87

                      

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