3/2/24

El posdrama en México o La segunda expulsión del dramaturgo

El lado b de la materia

En 2016 fui invitado a participar en el coloquio denominado Los raros, autores y géneros excluidos de la literatura hispánica, pero, por azares de la vida, no pude llegar a la cita en la ciudad de San Luis Potosí y, como afirmé a los organizadores, mi inasistencia podría acrecentar el estigma que coloca a la literatura dramática como un género marginado en los estudios de literatura hispánica contemporánea. Aquí mis argumentos.

Desde el surgimiento de las vanguardias, ninguna disciplina de la literatura ha quedado más en entredicho que la dramaturgia, debatiéndose entre aferrarse a sus condiciones propiamente literarias o –a través de la escritura del tiempo/espacio de la escena–, desembocar en una consecuente renuncia al contacto impreso con el lector. Los estrenos de piezas escénicas que podríamos denominar de texto, día con día pierden terreno respecto de aquellas basadas en algo más que un guión de acciones. Si a eso sumamos la enorme cantidad de obras que se conciben como experiencia preformativa, por tanto irrepetibles, la distancia se acorta aún más. Entre las consecuencias lógicas está, pues, el hecho de que algunas de las más relevantes creaciones teatrales de la actualidad no llegan a publicarse y con ello se pierde la posibilidad de su análisis ulterior, a no ser que el estudioso domine la hermenéutica teatral…, y asista al teatro.  

No le echemos la culpa a las vanguardias; hubo otros factores determinantes para modificar un paradigma dramático que sobrevivió por más de 2 mil años: el primero de ellos es el llamado arte de la puesta en escena, una perspectiva que desde fines del XIX impulsó la figura del director-creador, quien subordinaría paulatinamente la jerarquía del texto dramático; el segundo factor, sin duda el más importante, es el invento del cine, que se apropió de algunas de sus técnicas narrativas, mejorándolas a tal grado que sumió al teatro en una de sus mayores crisis. Habría un tercer factor, menos tangible, pero igual de determinante, que resulta de la incorporación de la luz eléctrica a los teatros, hecho que transformó radicalmente la concepción volumétrica del espacio. En ese contexto, advierte Mauricio Kartún (2006), “el teatro ya no cambia sólo como resultado de un devenir estético, como lo había hecho durante miles de años: ahora cambia porque,  si no, muere. Un auténtico pico de crisis. Un punto de inflexión que lo llevará a zonas insólitas”.

Podría decirse que la primera expulsión del dramaturgo, agente cancerígeno para la revolución teatral del siglo XX, fue resultado de aquella crisis de identidad. Para descubrir el nuevo lugar que debía ocupar entre las disciplinas artísticas, el teatro intentaba deshacerse de los lastres del pasado. De este devenir surge la pregunta de Richard Schechner (1988), emblemático director de creaciones colectivas con el Performance Group:

Hasta la revolución antiliteraria del teatro –peleada sin éxito primero por los surrealistas en la década de los veintes y Artaud en los treintas, y triunfadora después en los cincuentas y sesentas–, el dramaturgo retenía el poder. Luego el escritor quedó fuera y ahora (principios de los setentas) se le vuelve a invitar a entrar. ¿Pero sobre qué bases? Algunos, claro, quieren perdonar y olvidar. Otros, siguiendo el sueño de Cocteau, quieren poetas del teatro y no poetas en el teatro. 

¿Cuál es el matiz que se desliza en esta última disyuntiva? Desde mi perspectiva es un bumerang que propone una cosa y luego la contraria. Un poeta del teatro es aquel que domina los diversos lenguajes de la escena, no sólo los literarios; pero también un poeta del teatro es aquel que sólo se expresa por la escena, en tanto el poeta “a secas” puede transitar por donde guste, incluido el teatro. Dejemos la disyuntiva abierta. 

            Siguiendo el hilo cronológico, muy poco tiempo después de que Schechner se preguntara sobre qué bases debía volver el poeta al teatro, Heiner Müller (2006) responde desde la Alemania Oriental con uno de sus principales axiomas:

Estoy firmemente convencido de que el fin de la literatura [en el proceso teatral] es ofrecer resistencia al teatro. Sólo cuando un texto no se puede representar, supuesta la constitución actual del teatro, es productivo o interesante para el teatro. (…) Hay ya suficientes obras teatrales que se ponen al servicio del teatro tal como éste es, no conviene abundar en ello, sería parasitario.

No nos detendremos en el recuento y evolución de esta perspectiva de la dramaturgia; bástenos saber que esta polémica no impide relativizar lo dicho, reconociendo la preeminencia de autores canónicos como Brecht, O´Neill, Beckett o Pinter, creadores de una obra que deslumbra tanto en la lectura como en la proposición que le hacen a la escena. 

     Remitiéndonos a México, José Ramón Enríquez (El Milagro, 1996) reconoce a In Memoriam de Héctor Mendoza (1975) como texto fundacional entre los cada vez más numerosos textos efímeros que sirven para una sola puesta en escena. A su alrededor hay muchos otros ejemplos surgidos de la Creación colectiva, el teatro político o incluso el cabaret, pero ante la imposibilidad de abarcarlos, y aún ante el riesgo de un sospechoso sesgo, me remito exclusivamente a la genealogía del teatro de arte e institucional.  

            Si bien la tradición del dramaturgo “de escritorio” predominó en los Ochenta, en esa década comienzan a multiplicarse los autores raros que dialogan de otra forma con la escena: Hugo Hiriart es uno de esos autores que, pese al reconocimiento y goce que despiertan sus puestas en escena (dirigidas por él mismo o por José Caballero), no ha logrado reunir la totalidad de sus textos dramáticos, dispersos en notas aquí y allá, lo que nos indica de la peculiar forma en que estas obras han sido concebidas. 

             Otras creaciones teatrales paradigmáticas de esa época son De película (1985), de Julio Castillo y Blanca Peña; Lo que cala son los filos (1987) de Mauricio Jiménez, y Vox Tánatos (1988), de David Hevia. En los tres casos se trata de dramaturgias de dirección que combinan algunos de los rasgos que Dubatti propone en su Tipología del texto dramático contemporáneo (2006). Al menos las dos primeras han sido publicadas en antologías y revistas, pero está claro al leerse que su fuerza expresiva está en otro lado, seguramente en los intersticios del texto. 

            Tal vez por cercanía temporal y afectiva, ubico el trabajo de la primera época de La Rendija como detonante de un teatro postdramático, que Lehmann (2013)  define como una forma de evento escénico en donde no es la historia (story) la que “constituye su matriz generativa”. Entre 1988 y 92 en que tuvo como sede el enigmático teatro de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, La Rendija experimentó una dramaturgia escénica innovadora a partir de una técnica específica de creación: el teatro personal. Su alcance fue limitado y los registros textuales y visuales han permanecido inéditos en su mayoría, pero me aventuro a afirmar que anticiparon en muchos sentidos la ruta mexicana del postdrama.  

            Otro autor-director que contribuye a entender la línea de desarrollo del postdrama es Ricardo Díaz, cuyo Veneno que duerme (2000) surgió a partir del diálogo con las galerías del Centro de la Imagen. Un poco más atrás, en 1996, había presentado Uno de ellos, en donde cada escena duraba lo que lograba mantener su flama un cerillo. Textos abiertos, escena azarosa, teatro de la circunstancia. 

            Lo que va resultando cada vez más evidente en estos ejemplos es la existencia de un enfoque de la construcción dramática que es del todo ajena a la fijación textual, circunscribiéndose sin resentimiento a lo efímero del teatro. Aquí nos topamos con una paradoja, porque, aunque no se fije en un papel, se trata de una forma de escritura teatral que tiene cada vez más público y ejecutantes; es decir que hoy por hoy el dramaturgo de escritorio (el escritor tradicional) es el “raro”. En sentido contrario, el autor teatral contemporáneo es absolutamente “raro” para la literatura. 

            Queda entonces, respecto a lo que propone este coloquio, preguntar si por “raros” entendemos a aquellos  que lo son para la literatura o para el teatro. 

            No pretendo ser exhaustivo en el recuento de autores dramáticos raros para la literatura hispánica, apenas me alcanza para plantear el problema de su estudio, pero me interesa mencionar tres ejemplos que resultan paradigmáticos en los derroteros del teatro mexicano actual, aunque dos de ellos no cuentan con publicaciones ni parecen necesitarlas. 

            El primero de ellos es Alberto Villarreal, uno de los referentes del teatro actual, tal vez el primero en crear una poética del actor postdramático, de precisión matemática y perturbadora asociación de ideas;  pero también el primero en introducir a la escena el género del ensayo. A pesar de la eminente espectacularidad de sus creaciones, es quizás de los pocos autores contemporáneos cuyos textos se pueden leer en forma autónoma al teatro y tienen por sí mismos una densidad literaria indiscutible. Destacaría entre sus creaciones la trilogía de Ensayos sobre la melancolía, la inmovilidad y sobre los débiles (2007-10), así como El lado B de la materia (2015)

            Un segundo ejemplo, tal vez lejano para los estudios literarios aunque referente esencial para el teatro del último cuarto de siglo, es el del grupo Lagartijas tiradas al sol, que se apropia de las técnicas del documental cinematográfico para estructurar sinuosas tramas donde tanto la realidad como la ficción resultan deliberadamente engañosas. Desde Asalto al agua transparente(2005) hasta Tijuana (2016), el grupo se ha situado como un referente internacional de nuestra escena contemporánea. 

            Por último, menciono a Alonso Ruizpalacios, más identificado como director, pero cuya creación a partir del cuento El beso de Chejov, o Reincidentes (2015), de la mano de David Gaitán, dan como resultado una sorprendente amalgama entre representación y experiencia que sería imposible de apreciar sólo en la lectura. 

            Autores raros desde la perspectiva de los estudios literarios, son tres ejemplos paradigmáticos de lo que podríamos llamar una dramaturgia del siglo XXI. Y hasta aquí.             


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REFERENCIAS

- Schechner, R. (1988) El teatro ambientalista. México. Árbol editorial. 421 pp.
- Moncada, LM y Chías, E. (2006) Manifiestos, textos de fundación y pronunciamientos (1947-2003). Incluye artículos de Mauricio Kartún, Heiner Müller, Jorge Dubatti y otros. México. Anónimo Drama-Centro Cultural Helénico. 152 pp 
- Enríquez, J.R. (1996). Teatro para la escena. México. El Milagro. 583 pp. 

 

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