25/7/25

Fuimos pioneros de la Unión Nacional Infantil

 

Yo encuentro dos formas de valorar la historia de la UNI: por lo que significó para sus miembros y por lo que representó para la sociedad. Comenzando por lo segundo, acaso haya sido la primera organización civil dedicada a promover la Declaración de los Derechos del Niño suscrita por la ONU en 1959. No tengo elementos para medir su influencia real, pero apostaría a que fue determinante en la incorporación de la infancia a los programas de acción de la Izquierda parlamentaria, aquella que defiende una cierta idea de país.
     Pero la labor de la UNI no se redujo a foros académicos y políticos, al contrario, su tarea más audaz fue la de aplicar dichos principios en una organización autogestiva de carácter nacional que propiciaba el acercamiento entre niños de diversas comunidades, en un ambiente de conocimiento y solidaridad. Puede decirse entonces que la mayor aportación de los pioneros fue pedagógica y social: durante poco más de un lustro tuvo oportunidad de promover entre cientos, quizá un millar de niños, actividades que combinaban la cultura, el deporte y la recreación con la concientización y el activismo en pro de los derechos irrenunciables de la infancia. 
     A casi 50 años de su fundación, los logros de la UNI deben verse sobre todo en la labor profesional y cívica de una generación de pioneros que aplicamos los principios allí afianzados. Somos un núcleo que quizás seguimos compartiendo una forma de entender la convivencia ética, que defendemos espacios de expresión y estamos abiertos al diálogo. No me cabe duda que así es. 
En lo personal, la pertenencia a esta organización resultó determinante para afrontar las decisiones más importantes en aquella etapa de mi vida. Yo entré tarde a los pioneros porque cuando la UNI se formó ya estaba por cumplir 14 años; sin embargo, tuve el privilegio de participar en casi todas sus etapas de expansión y consolidación. Recuerdo particularmente los cinco campamentos nacionales en los que me tocó participar desde todas las trincheras: al primero asistí como pionero; al segundo, como “becario” porque ya no tenía edad para andar en palomillas; en el tercero fui guía y al cuarto, fui como disidente: ya no era miembro de la UNI sino que iba por mi cuenta, en una tienda de campaña que instalamos con Ernesto Rincón y María Luisa Meléndrez en la zona de campamento. Escogimos para excursionar la misma semana que los pioneros, y andábamos todo el día con ellos, pero nos declarábamos disidentes ya no recuerdo por qué. Al año siguiente se realizó el quinto (no sé si el último campamento) y yo regresé a la organización como uno de sus tres coordinadores nacionales. 
     Entre 1978 y 82 los pioneros formaron parte central de mi vida (junto con las Brigadas Juveniles Comunistas, que eran la siguiente escala de la organización); allí conocí a mis primeras novias y supe también del desengaño. En esos años definí intereses y afinidades con algunos que siguen siendo mis grandes amigos, así como con otros con los que perdí contacto, pero a los que sigo apreciando. Después de un lustro en que sin darme cuenta dejé de ser un niño –aunque por mi aspecto nadie me lo creyera–,  lo más doloroso fue cuando tuve que declinar una invitación para asistir como guía al campamento de Artek, en la Unión Soviética. Si yo aceptaba pasar un mes de ensueño en aquella meca pioneril me vería obligado a postergar un año mi ingreso a la universidad. Y decidí que no. Aún hoy especulo qué hubiera pasado de haber tomado a los 19 años aquel avión de Aeroflot, pero siempre borro el “hubiera” y me quedo recordando el momento de tomar la palabra para decir: “gracias, pero no voy a aceptar”. Ese fue el más duro y valioso aprendizaje, el que me enseñó que ya era tiempo de iniciar mi propio camino.  
     Desde entonces me desvinculé de todo activismo militante; la universidad y luego la profesión me absorbieron por completo y durante años me olvidé de aquella etapa feliz de la adolescencia. A pesar de todo, cada tanto le dedico un pensamiento a la admirada Martha Recaséns, a Gaby y Micho Noyola, a Víctor y Azucena Osorio, a Claudia y Andrea B. Crevenna, a los Rincón Gallardo, a los Enríquez Barragán, a los Meléndrez, a los Rosas; a Ilya, Valia y Obdulia, de Chihuahua; a las Martinelli, los Gutiérrez, los Payán, los Olivos, los Lluvere; a Paco Koffman (o Kauffmann), a quien siempre lamenté no volver a encontrar… Fueron tantos amigos en tan poco tiempo que uno luego se olvida; pero si algún recordatorio cotidiano tengo es el ser uno de los pocos que terminó casándose con una ex pionera, así que, compañeros, “este puño sí se ve”.
    Sólo quiero agregar que uno de los libros que más me inquietó en la universidad no tiene que ver con mis estudios teatrales, sino con modelos de enseñanza: se trata del Poema pedagógico de Makarenko, que narra una experiencia de rehabilitación juvenil en la colonia Máximo Gorki durante los primeros años de la revolución. Pues guardando todas las proporciones del caso, pienso que los pioneros fueron lo más parecido a una poética experiencia pedagógica. 
        Así me fue en la feria.


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