29/4/10

Una de abogados



Hace algunos años, mientras trabajaba para la administración pública, enfrenté un caso que me obligó a contratar los servicios de un abogado.  
Acababa de ser nombrado director de una dependencia y, como cualquier profesional que en México  llega a ocupar un cargo público (…), elaboré un diagnóstico de funcionamiento del lugar y formulé una serie de cambios para mejorar el desempeño y optimizar los recursos. Desde mi punto de vista, los resultados se mostraron en muy corto plazo.
Sin embargo, al realizarse meses después la primera auditoría pública salieron a flote algunos aspectos que, a decir de los contralores, suponían un manejo inadecuado  heredado de administraciones anteriores.
Confiado en mi diagnóstico y en la subsecuente reestructuración de la dependencia, colaboraré con la auditoría exponiendo mis consideraciones y ponderando  la eficacia de los cambios que había implementado, algunos de los cuales –explicaba yo– han significado ahorros importantes para la dependencia.
Pero cada uno entiende los problemas a su manera, y donde yo vi una reingeniería eficaz, ellos vieron falta de denuncia, lo que en términos de la Ley de los Servidores Públicos constituye un mal desempeño como funcionario.
A pesar de no ser un estudioso de la ley yo me sentía tranquilo porque, a mi entender, la denuncia es resultado de la sospecha de un delito, y yo nunca tuve sospechas de nada; si acaso reconocía poco rigor en el control previo,  no tenía elementos para intuir otra cosa. Sin embargo, cuando de pronto mis declaraciones comenzaron a ser usadas en mi contra  sugiriendo algún nivel de complicidad, alguien me sugirió que me callara la boca y que mejor contratara a un abogado. El consejo incluía los datos de un pequeño despacho que se especializaba en asuntos del servicio público.
Cuando llegué a ese oscuro departamento de la colonia doctores, a sólo unas calles de los juzgados federales, estaba indignado y un poco asustado; no podía creer que, en el mejor momento de la dependencia por mí encabezada, y con el mayor reconocimiento público, tuviera yo que aclarar cosas con la justicia. Así se lo hice saber al abogado gordo y engomado a quien vi como un primer espárring con quien ejercitar la exposición de mi inocencia.
Pero el abogado no pareció escuchar ninguno de mis argumentos y en cambio me propuso la ruta más eficaz para impedir que se me aplicara una sanción adminstrativa y económica, como había determinado la contraloría interna de la institución. Desde su punto de vista, lo mejor era abrir un juicio de amparo centrado en aspectos de procedimiento, lo que desembocaría en la anulación de la sentencia. Si la estrategia prosperaba en la primera instancia muy pronto estaría yo despreocupado del asunto; en caso de que se rechazara el amparo podríamos seguir dos o tres etapas de amparo más antes de pedir la nulidad definitiva del proceso, lo que ciertamente sería un proceso más largo.
      La normatividad del Estado está tan mal fundamentada –me explicó con diáfana lucidez el abogado–; que pierden 9 de cada 10 casos por vicios en el procedimiento.
Yo estaba por la opción de demostrar categóricamente mi inocencia y continué acumulando pruebas para mi exonerarción, aún a sabiendas de que tarde o temprano chocaría con la estrategia de un abogado que no consideraba la presentación de  pruebas o atenuantes, sino la nulidad absoluta del proceso.  El día del choque llegó, lo hablamos  y llegamos a la conclusión de que si yo insistía en presentar mis argumentos Contraloría sentenciaría omisión de denuncia. Entonces desistí de mi idea y me puse en sus manos.
Como era de esperarse, tratándose de la justicia en México, el caso no se resolvió en el corto plazo y  tuvieron que pasar cerca de tres años para que se emitiera una sentencia definitiva. En ese periodo sufrí en mi casa la reiterada visita de Hacienda, que necesitaba inventariar los bienes que me embargaría en caso de no pagar la presumible sentencia condenatoria.  En todas las visitas, mientras los pobres emisarios levantaban el inventario, yo me desahogaba con ellos insultándolos como si fuesen los autores intelectuales de la arbitraria acción.
La sentencia fue en mi contra. 

Cuando el juez emitió la sanción yo ya no trabajaba en esa dependencia y me había mudado de casa, por lo que nunca fui notificado del resolutivo, ni por parte de mi abogado –quien nunca me buscó–, ni por Hacienda, a la postre el brazo ejecutor de la sentencia.
De hecho me olvidé completamente del asunto. Lo supuse un caso cerrado, pensé que en alguna farragosa instancia de apelación se había esfumado la denuncia.
Pero hace una semana llegó a mi antiguo domicilio un empleado de Hacienda, con una notificación de embargo. Un ex vecino les informó que yo ya no vivía allí y aseguró desconocer mi paradero, aunque pocos minutos después me habló por teléfono para advertirme del suceso. Un buen amigo mexicano.
Alarmado por la noticia, que representaba un fracaso absoluto en la estrategia de mi abogado, tardé más de una semana en contactar a una de sus asistentes, la encargada de las diligencias; lo deduje porque casi sin pensarlo me confirmó que tres años atrás la corte había determinado la improcedencia del amparo y la ratificación de la sentencia.
– ¿Y por qué no me lo dijeron? –pregunté–  ¿No decían que era prácticamente infalible? ¿Qué hago ahora? ¿Estoy condenado a pagar un supuesto quebranto que ni existe ni cometí?
– No se preocupe –me dijo–, lo único que tiene que hacer es esperar. La sentencia prescribe en un lapso de tres a cinco años (según la gravedad), y en su caso ya llevamos más de tres.
– ¡¿Esperar?! –reaccioné irritado– ¿Esperar qué? ¡Si Hacienda me está buscando! Y las instancias de apelación ya se acabaron. Para decirlo en sus propios términos: ¡es cosa juzgada! ¿No debería presentarme y decir que acato la sentencia y, en todo caso, pedir una financiación de la deuda?
– De ninguna manera–, atajó la pasante–. ¿Sabe cuántos casos de este tipo llegan al límite de tiempo? Hacienda ha visto que el tiempo se agota, así que mandó una diligencia para cumplir con la norma, pero la lentitud con la que actúa es tal que dudo que den con su nueva dirección antes que fenezca el plazo.
– ¿Y si me encuentran?
  Si de casualidad alguien llega a su domicilio –me ordenó–, simplemente dé instrucciones para que digan que usted no vive allí. Ellos no pueden proceder con el embargo en su ausencia. Así es como esperaremos a que el plazo prescriba.
  ¿Y cómo me garantiza que no va a pasar nada?
   No se lo puedo garantizar.
Más perplejo que antes, colgué el teléfono y me quedé pensando en las estrategias tan peculiares de los abogados. Si el objeto es liberarme del pago de una sanción y para ello debo esperar más de un año con la esperanza de que la sanción muera de inanición, ¿no estoy pagando un precio más alto a través de mi intranquilidad y la de mi familia?
Por otro lado, y a pesar del respeto que le debo a las leyes mexicanas (…), mi conciencia respalda la decisión de no pagar por una falta que nunca cometí. Pude tener errores o faltar a las normas, pero nunca fui responsable ni cómplice de algún quebranto económico en contra de la institución. Si la angustia y la incomodidad exacerbada  a lo largo de este proceso que ya alcanza siete años cuenta algo, para mí ya ha habido suficiente expiación.
Ese es mi propio veredicto.

Lo cierto es que no soy un prófugo de la justicia mientras no sea notificado oficialmente de ninguna resolución, así que, damas y caballeros, el único procedimiento que se me ocurre es el siguiente: doy acuse público de la sentencia, pero me niego a tomar la iniciativa para que la sanción se cumpla. Si Hacienda me encuentra cumpliré la sanción bajo protesta, y si Hacienda nunca toca a mi puerta  pensaré que existe la justicia divina.
Lo peor de todo es que si el la sentencia realmente prescribe, mi abogado podrá decir que su estrategia dio resultado y que me ha librado de pagar la sanción correspondiente.
Y yo quedaré convencido que los abogados siempre piensan –o bueno, creen– que lo importante es el resultado final, aunque eso implique llevarse a las personas entre las patas.


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