17/8/11

Lenguaje

LA PALABRA DRAMÁTICA

por Jaime Chabaud  [1]

El título de este artículo es con mucho pretencioso y suena, por tanto, a develador de hilos negros, de novedades revolucionarias. Y no. Muchas veces la novedad está en lo viejo, en lo anterior, en lo antiguo. Casi siempre cuando se pretende afirmarse vanguardia se resulta sólo resucitador de otras tradiciones, ignorándolo o no. En ese sentido, la dramaturgia en tanto resurgimiento en nuestros escenarios como teatro de texto, requiere, sí, de nuevas perspectivas. Pero ¿cuáles serían éstas? ¿Indagar en los massmedia como elementos tecnológicos que puedan complejizar el mundo ficcional? Sin duda hay experimentos de interés en este mirar fuera del teatro y buscar nuevas herramientas expresivas para sumar a éste. De hecho creo importante que el teatro deje de mirarse el ombligo y se abra a otras áreas del conocimiento que puedan enriquecerlo. No es un secreto: la dramaturgia se ha regodeado tanto en sí misma y en lo que se piensa debe ser, mirándose por supuesto el ombligo, que, desde mi punto de vista, se han dejado de investigar las posibilidades que su propio lenguaje entraña, esclerotizándose.

     El teatro de la imagen, de la fisicalidad, de la espectacularidad y la preponderancia del director-autor (en el sentido del creador casi único del hecho escénico) en los años 60, 70 y mitad de los 80, en realidad se agotó tanto como el teatro verborréico del que abominaban. Y el asunto no es extraño dado que el abuso de los recursos no verbales de la teatralidad corrió con la misma suerte que el abuso del verbo -no necesariamente dramático- por parte de los autores. La confusión entre significante y significado, entre herramienta comunicativa y materia prima del drama es una constante en ambos abusos. La palabra, la gestual y la imagen se han gastado brutalmente cuando se les ha tomado por materia prima, ausentando en realidad a ésta con la confusión que hemos generado entre significante y significado. La experiencia ha sido catastrófica siempre que se supedita el hecho teatral en tanto forma a lo que son sus herramientas expresivas en lugar de supeditar éstas a la verdadera materia prima (la situación, los sucesos y los comportamientos humanos) constitutiva de la estructura. Las consecuencias han sido claras: invertebrados, seres amorfos o formas debilísimas de estructuración que devienen en el triunfo del demonio –entendiéndolo cómo hace Peter Brook: el demonio es el aburrimiento–.
     Pero quisiera centrarme en el abuso de la palabra y en cómo la dramaturgia mexicana (en términos generales) ha explorado tan poco las posibilidades de la palabra en tanto palabra dramática. La queja de los directores contra el bla-bla-bla del texto de autor no ha sido meramente un capricho o un acto producto de la prepotencia que su jerarquía en la maquinaria teatral parece otorgarles. Y creo que tienen razón, aunque no siempre. El abuso en la palabra tristemente no ha sido en su manera de ser dramática sino muchas veces justo lo contrario.
     Al parecer aceptamos de manera indiscutible que la palabra épico-narrativa o la palabra lírico-poética son modos de ser de la palabra. Pienso que nadie aquí disputará el punto. Y existen de hecho mil y un estudios lingüísticos, semióticos y  filosóficos respecto a esos modos de ser de la palabra. También podríamos aceptar todos que hay un modo dramático de ser de la palabra, de aquella que va a escucharse de la boca de un actor en el escenario. Pero en qué consiste y cuáles son sus mecanismos es una materia de estudio que ha preocupado demasiado poco a nuestros escritores, satisfechos con algunas nociones más o menos cómodas y tradicionales que llevaron a la dramaturgia, desde hace varias décadas, a un aparente callejón sin salida.
     De la concepción decimonónica del teatro como literatura al imperialismo de un realismo a ultranza continuamos observando un cierto uso de la palabra, en el diálogo del personaje, que, paradójicamente, tiene muy poco que ver con la realidad del uso del lenguaje. Y es aquí donde las ciencias que estudian el lenguaje nos pueden dar pistas sobre aquello que se ha extenuado en la palabra dramática y en todo un abanico de posibilidades de renovación, enriquecimiento y complejidad.
     ¿Cuáles son, pues, esos usos anquilosados del recurso del diálogo teatral? José Sanchis Sinisterra nos dice que no hemos logrado superar la noción “instrumental” del lenguaje que introdujo el realismo decimonónico así como tampoco sus estructuras dialógicas: “Estructuras -cito- que reproducen una lógica conversacional inexistente en las interacciones humanas; logocentrismo que parte de una correspondencia indemostrable entre las palabras y las cosas, y hace del lenguaje un vehículo inocente de comunicación y una correa de transmisión del Sentido.”[2]
     Y esa inocencia del diálogo proviene de una enorme necesidad de nuestros dramaturgos -salvo excepciones honrosísimas- de explicarlo todo, de dotar al personaje de una enorme capacidad de respuesta ante las contingencias de interacción verbal que se le presentan, de un uso ilimitado del lenguaje en donde no se permite interrumpirse, dudar, tener actos fallidos, invalidez léxica, desfases entre palabra y pensamiento. En ese sentido, se genera una omnipotencia del personaje sobre el lenguaje, un dominio absoluto que nos hace desconfiar de su fidelidad a aquello que podemos entender como “realidad”. Se ha puesto énfasis en el reproductivismo de situaciones y coloratura (entiéndase caló, slang, giros) del lenguaje para retratar la “realidad”.
     Pero de cualquier modo, las oraciones bien formadas o las estructuras conversacionales del diálogo (que Graciela Reyes clasifica como el tipo más elemental de uso del lenguaje[3]) o su predominio narrativo o la capacidad semántica ilimitada en los personajes (que dicen en todo momento lo que quieren decir) o la correspondencia y pertinencia de los actos comunicativos sólo han aportado una visión muy limitada de las posibilidades de la palabra dramática.
     Tenemos que reconocer que estos vicios provienen de un abuso dramatúrgico palpable que resulta un contrasentido respecto a nuestra furiosa necesidad de retratar la “realidad”. Al menos la praxis del lenguaje, en su uso cotidiano, en la vida diaria, establece muchísimas otras posibilidades de interacción verbal en donde lo que se comunica no es necesariamente afortunado en el acto mismo del habla. Es decir, el hablante no siempre se sale con la suya; y no hablo aquí del objetivo del personaje sino del intercambio comunicativo, de cómo la lógica se rompe, de cómo la intención del discurso no se cumple o su coherencia o efectividad flaquean.
     El carácter de la palabra dramática es eminentemente apelativo y es en el donde “la palabra se desencadena, provoca algo que no existía hasta ahora -dice el chileno Juan Villegas-; aquí el yo se siente permanentemente interpelado, exhortado, atacado; todo tiende con fuerza a lo que ha de venir.”[4] Y es que no sólo hacemos el lenguaje sino que el lenguaje nos hace y nos construye, expresa o no lo que queremos decir, nos sirve o se sirve de nosotros, lo dominamos o nos domina. El lenguaje  como sistema gramatical colectivo existe en todos nosotros aunque incompleto en cada uno. Nadie es dueño absoluto del lenguaje y constantemente estamos ante una incapacidad o mínimo trastabilleos para su elaboración en los usos cotidianos. Y esto produce actos del habla que atañen a la lingüística pragmática, materia que debería fascinar a los dramaturgos pues introduce un universo extraordinariamente rico de posibilidades de interacción entre los personajes.
     Graciela Reyes sostiene que “del lenguaje, como de la muerte, no se puede huir. El lenguaje es el lugar de encuentro entre el ser humano y el significado, o, si se quiere, entre el ser humano y la realidad. No sólo no podemos renunciar a usarlo, hacerlo, desconfiar de él mientras lo usamos y hacemos, vapulearlo, asediarlo con nuestros rencores y admirarlo ilimitadamente: tampoco podemos renunciar a estudiarlo.”  Y es que “la comprensión que tiene el ser humano de la realidad está profundamente relacionada con el uso de los signos verbales: estos no son periféricos a la relación hombre-realidad, sino constitutivos”.[5]
     Hace un par de semanas, en un taller que imparto actualmente, introduje en un ejercicio de improvisación dramatúrgica una escena que ocurría en oscuro, sin la luz que nos permite discernir el mundo por medio de la visión. La escena era a oscuras y sólo dos voces de un hombre y una mujer se dejaban oir. De entrada para el espectador debe ser incómodo asistir al teatro, que es un medio de comunicación audiovisual, y tener que prescindir de la visual. Mediante el diálogo, esos dos personajes iban describiendo minuciosamente un paisaje (natural o urbano) y un tercer personaje que realiza “un algo” en ese paisaje. Se pidió que el discurso de los dos personajes no entrara en controversia, sólo discrepaban en mínimos detalles sin que ello provocara un conflicto. Esos eran los planteamientos, sin mayor pretensión: desde el escenario a oscuras, dibujar en la mente del espectador y permitir que este construyera imágenes mentales. Cuando se leyeron pedí a los talleristas, con toda intención, que cerraran los ojos y se permitieran explorar lo que les producían esos textos a oscuras. Recuerdo vivamente uno en donde los personajes hablaban de una viejecita, en un pueblo, y del mundo mínimo donde se desenvolvía. La descripción nos hizo escuchar con toda claridad los pequeños riachuelos que se forman en las calles de terracería en declive de cualquier pueblecito mexicano. Al finalizar la lectura todos teníamos un nudo en la garganta y una enorme sensación de nostalgia, de amor por lo perdido. Además, claro, introdujo una noción importante para la creación de expectación y suspenso dramático: la de inverificabilidad de lo sustentado por los personajes en su descripción. Los resultados de los ejercicios fueron muy variados, en todo momento asombrosos y los talleristas manifestaron su sorpresa ante el descubrimiento de un poderío de la palabra: el de evocar imágenes. Recurso novedosísimo que, por supuesto, inventó ayer William Shakespeare.
     Y es que sí, mediante el lenguaje creamos al mundo pero también el lenguaje nos crea a nosotros; y no necesariamente nos gusta eso que el lenguaje descubre de nosotros mismos porque cuando lo usamos torpemente, inadecuadamente, insatisfactoriamente, también nos dice. Porque el lenguaje no sólo es el enunciado lingüístico -correcto o incorrecto- que sale de nuestros labios. El significado es mucho más que eso. El tono, las inflexiones, los sobresubrayados o atenuaciones, las pausas y su duración, los anacolutos o frases cortadas también son actos del habla. Para Graciela Reyes, por ejemplo, “El silencio también produce significado, porque es un hecho lingüístico, en la medida en que consiste en no decir -omitir, ocultar- o en dar algo por ya dicho -dar a entender, presuponer-: [es] el silencio que comunica algo voluntariamente.”
     Supongo que a estas alturas, para algunos de ustedes, estas reflexiones ya les habrán hartado o producido, cuando menos, una cierta incomodidad. En descargo puedo decirles que hay exponentes importantes de estas exploraciones de la palabra dramática. Si hablar es hacer, callar también lo es, como ya vimos líneas arriba. Y su aplicación dramática halla su plena realización en el británico Harold Pinter. En su obra el silencio es un mecanismo que cumple funciones no siempre idénticas: es decir, no siempre funciona de la misma manera ese pequeño y en apariencia inofensivo signo que es el silencio. A veces es la supresión temporal del discurso más no la interrupción del flujo de pensamiento del personaje (en dos posibilidades: una retomando el tema donde se produjo el silencio; otra continuándolo un punto más adelante en donde simplemente se dejo de escuchar más no de ocurrir el discurso). Otras ocasiones el pensamiento evoluciona en el silencio hacia otro tema (haya o no una intención oculta del personaje). Otras más es simplemente un momento de incompetencia semántica en donde el personaje intenta reacomodar sus ideas. Al menos esas tres posibilidades del silencio pinteriano he diseccionado hasta ahora. El silencio, pues, no es un vacío sino un lleno. En él se teje todo aquello del mundo que no está en la palabra.
     Creo firmemente que la palabra dramática, en su posibilidad de renovación del arte de la dramaturgia, tendría que ir a contracorriente con el lenguaje nítido y cristalino, con aquél que es todo explícito y que no oculta nada, con el que se explica, con el que produce un espectador pasivo que no tiene que hacer mayor esfuerzo que el de posar el culo en la butaquería sin hacerse ninguna pregunta sin provocarle nada. El control que el escritor ejerce sobre sus personajes los hace propietarios del lenguaje cuando ninguna persona puede presumir de semejantes alcances.  Vivimos haciendo tentativas por apropiarnos de él pero resultan únicamente aproximaciones. Francis Bacon decía hace ya casi 150 años que “los hombres conversan por medio del lenguaje, pero las palabras se forman a voluntad de la mayoría, y de la mala o inepta constitución de las palabras surge una portentosa obstrucción de la mente. Ni tampoco las definiciones y explicaciones con que los eruditos tratan de guardarse y protegerse son siempre un remedio, porque las palabras violentan la comprensión, arrojan a la confusión y conducen a la humanidad a innumerables y vanas controversias y errores.”[6]
     En la impropiedad del discurso de los personajes hay todo un rango de exploraciones por realizar. Cuando el personaje tiene todos los hilos y capacidades para comunicar exactamente lo que quiere comunicar nos encontramos ante la destrucción de los subtextos, de los implícitos, de lo que se oculta debajo del lenguaje. Habría que aspirar a que el espectador especule, se llene de dudass sobre lo que se dice en el escenario e incluso tenga certezas sobre la falsedad de ciertos enunciados aunque luego resulten veraces (o viceversa). Me parece que la dramaturgia contemporánea, desde Beckett, ha convidado al espectador a convertirse en un tejedor de la trama activo, que trata de descifrar lo que ocurre sobre el tablado y lo implica en tanto partícipe de la construcción ficcional.
     En ese sentido los intercambios lingüísticos entre los personajes en donde domina la reciprocidad, el principio de cooperación (no hablo de ausencia de conflicto, eso es otra cosa) o de confianza en que lo que se comunica es siempre verdadero o verificable, parecen no aportar nada al espectador en tanto representan aquello a lo que los hemos acostumbrado y que, como ya hemos sustentado, no necesariamente corresponden a los usos reales del habla cotidiana sino a un constructo del logos controlador del dramaturgo. Existiría, pues, la urgencia de investigar en los actos anómalos o incorrectos del habla, eso que nos intentamos hacer con las palabras por debajo de lo que las mismas significan de manera literal o inmediata.
     Samuel Beckett escribía en 1937 al respecto que “Ya que no podemos eliminar el lenguaje de una vez, deberíamos al menos no omitir nada que pueda contribuir a su descrédito. Abrir en él boquetes, uno tras otro, hasta que aquello que se esconde detrás (sea algo o nada) empiece a rezumar a través suyo: no puedo imaginar una meta más alta para un artista hoy. ¿O acaso la literatura es la única en quedar retrasada en los viejos caminos que la música y la pintura han abandonado hace ya tanto tiempo? ¿Hay algo sagrado, paralizante, en esa cosa contra-natura que es la palabra, algo que no se hallaría en los materiales de las otras artes.”
     Transgredir las construcciones bien hechas o afortunadas del lenguaje abre nuevos -aunque viejos- horizontes de la palabra dramática. Cuando nosotros asistimos a una fiesta, por ejemplo, y los otros asistentes se encuentran divertidísimos platicando de algo que se nos escapa, que nos hace emitir mil y un hipótesis sobre aquello de que se habla, nuestra actividad mental se encuentra intentando a marchas forzadas descubrir de qué se trata aquello, ¿cierto? Estamos ante una suspensión del conocimiento (otro sentido quizá más complejo del concepto de suspenso dramático). Se nos escamotea una información que nos genera preguntas, que nos activa como receptores de un acto de comunicación, que nos plantea un interés particular por entender lo que ocurre ante nuestros ojos.
     De hecho, en este mismo instante, paralelo al acto de escuchar estas palabras, todos estamos ejercitando más de una línea de pensamiento. Algunos de ustedes, a la vez que se interesa o no por lo que yo voy leyendo, está pensando en que no cerró las ventanas de su casa y un ladrón se puede meter o en que dejó la tetera sobre la lumbre o sobre el precario estado de salud de alguna persona cercana o sobre los problemas que tiene con su pareja o la cita impostergable de trabajo que tendrán mañana y cuyos resultados les son imprevisibles. Y esa diversidad de líneas de pensamiento no sólo están funcionando cuando guardamos silencio como en este momento. Cuando conversamos también se van filtrando e interrumpiendo el flujo comunicativo, descomponiéndolo, haciéndolo menos coherente y muchas veces más interesante que el de un personaje que nunca se contradice y siempre cuenta de manera adecuada, con progresividad coherente, con lógica inquebrantable, aquello que desea contar. Es decir, nadie hace uso, todo el tiempo, de un discurso ordenado. Nos contradecimos, mentimos, empleamos mal las palabras, decimos lo que no queríamos decir o callamos lo que sí queríamos decir.  El malentendido es una realidad cotidiana del habla y se le emplea quizá demasiado poco en el teatro. Un malentendido del tamaño de un copo de nieve puede convertirse en la más desastrosa de las avalanchas.
     Habría que dinamitar la fe ciega que tenemos en las palabras y sus significados para encontrar muchas veces en lo que no dicen su verdadero sentido. Cada vez que hablamos ejercitamos la imperiosa necesidad de hacerle algo al otro, buscamos algo del otro y los actos comunicativos están atiborrados de esas intenciones que la lingüística pragmática llama ilocusionarias. Y eso que deseamos hacerle a otro puede ser de índole muy diversa y estar oculto a través de formas indirectas de comunicación. Para saber si alguien que es de nuestro interés sexual tiene pareja preguntamos oblicuamente con quién vive en lugar de cuestionarlo directamente. Este ejemplo sencillo puede adquirir una complejidad mucho mayor y sustenta otros tipos de interacción diferida que también pueden representar toda una opción dramatúrgica.
     José Sanchis Sinisterra apunta que “La dramaturgia lleva al lenguaje hablado a la literatura pero siempre hay algo más detrás de él. Las cosas realmente importantes se dicen por debajo del lenguaje, no por intermedio del lenguaje. Este es el conflicto lingüístico al que debe enfrentarse la dramaturgia. Ésta se constituye como el arte de violentar al lenguaje, lograr que el lenguaje diga otra cosa de lo que dice mediante fisuras, equívocos, contradicciones, etcétera, que provoquen en el espectador una actividad: sospecha, deconstruye, duda, especula, lanza hipótesis. La dramaturgia, pues, debe ser capaz de proponerle al espectador los elementos para emprender una aventura gozosa de desciframiento.”[7]
     El tema es muy basto y me gustaría cerrar aquí esta reflexión que deja fuera muchas otras que pertenecerían al mismo. El teatro contemporáneo ha puesto en crisis muchos de los conceptos aristotélicos que se juzgan imprescindibles para la vida del drama: personaje (quién y por qué), conflicto (a quién y para qué), situación (desde dónde)…
     La palabra dramática, en nuestros escenarios, tendría que entrar, también, en crisis.


[1] Jaime Chabaud (Cd. De México, 1966) ha recibido más de una docena de distinciones por su trabajo dramatúrgico, entre ellos el Premio Nacional de Dramaturgia “Fernando Calderón” del gobierno de Jalisco (1990) por su obra ¡Que viva Cristo Rey!, el Premio Nacional Obra de Teatro 1999 que otorga el INBA por Talk Show, y más recientemente el Premio Víctor Hugo Rascón Banda otorgado por el gobierno de nuevo León por su obra Rashid 911. Varias de sus obras han sido estrenadas profesionalmente, entre las que destacan El Ajedrecista (1993), Perder la Cabeza (1995) y el Unipersonal de Divino Pastor Góngora (2001). Actualmente dirige la revista PasoDeGato, de la que fue fundador y es titular de actividades teatrales de la Universidad Autónoma Metropolitana.

[2] Sánchis Sinisterra, José, La palabra alterada, Los Universitarios, UNAM, Nueva época, núm 11, agosto 2001, p. 12
[3] Reyes, Graciela, La pragmática lingúistica, El estudio del uso del lenguaje, Madrid, Ed montesinos, 1980, p. 36
[4] Kayser, Wolfang, Interpretación y análisis de la obra literaria, Madrid, Gredos, 1970, pp. 490-91
[5] Reyes, Graciela, Op. Cit. p. 13.
[6] Bacon, Francis, Novum Organum, The pfysical and metaphysical works of Lord Bacon, trad. De J. Devey, Londres, 1853, vol. I. p. XLIII
[7] Op. Cit. 

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