19/8/11

Los Modos de imitación

«MODOS» ARISTOTÉLICOS Y DRAMATURGIA CONTEMPORÁNEA

José Luis García Barrientos [1]

Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madird, España) 

I

Hay en la Poética de Aristóteles una categoría de un alcance teórico tan excepcional que conserva hoy, casi dos mil cuatrocientos años después de ser perfilada, todo su valor explicativo. Es más, pocas herramientas conceptuales podrán acreditar mayor utilidad que ésta, tan antigua, a la hora de intentar comprender y explicar los cambios que, en lo más hondo, definen el teatro y el drama contemporáneos, incluso o en particular los de ultimísima hora. Asombra, al mismo tiempo, constatar la poca atención que ya el propio Aristóteles y tras él toda la tradición teórico-literaria prestaron a este concepto y, por tanto, el escasísimo desarrollo de sus implicaciones hasta fechas muy recientes. Me refiero a la categoría de modo de imitación; que resulta germinal en la “narratología” de Gérard Genette (1972 y 1983) ¾el fruto más depurado quizás del paradigma formalista-estructuralista, que es sin duda el más fecundo del pensamiento literario del siglo XX, aunque se encuentre en crisis desde los años setenta¾ y sobre la que yo mismo he intentado construir una “dramatología” (García Barrientos, 1991 y 2001), en paralelo y, sobre todo, en contraste con la anterior.
      Como es bien sabido, el principio fundamental de la Poética es la identificación entre poesía (poiesis) e imitación (mimesis). La poesía es, pues, para Aristóteles representación (de mundos imaginarios) o, si se quiere, ficción. El siguiente paso, en el desarrollo lógico de la teoría, consiste en establecer los criterios que permiten diferenciar entre sí las artes representativas. Son tres: los medios con que se imita, los objetos imitados y los modos de imitación. Aunque nos interese aquí sólo el último, no estará de más recordar que los medios son a su vez tres, el ritmo, el lenguaje y la armonía, que pueden usarse separadamente o combinados, así como la observación de que «el arte que imita sólo con el lenguaje, en prosa o en verso» ¾lo que entendemos hoy por literatura¾, «carece de nombre hasta ahora» (47a28-47b9), observación que permite subrayar que para el Estagirita la tragedia y la comedia, es decir el teatro, no podían reducirse a “literatura” en el sentido de “letra”, de mero lenguaje (escrito), como tampoco, por otra parte, la epopeya; y recordar también que, en cuanto a los objetos imitados, se nos ofrece sólo esta distinción un tanto decepcionante a primera vista: que pueden hacerse mejores que los reales, peores o semejantes a ellos.
      Llegamos así al centro de nuestro interés, los modos de imitar, que son dos, según Aristóteles: el primero, narrando lo imitado, de dos maneras posibles, «convirtiéndose hasta cierto punto en otro» (hablando por boca del personaje) o bien «como uno mismo y sin cambiar» (voz del narrador); y el segundo, literalmente, «presentando a todos los imitados como operantes y actuantes» (48a19-24), que es el modo de imitación propio de la tragedia y la comedia, común a Sófocles y Aristófanes en cuanto imitadores, «pues ambos imitan personas que actúan y obran. De aquí viene, según algunos, que estos poemas se llamen dramas, porque imitan personas que obran» (48a28-30) En definitiva, el modo narrativo y el modo dramático, que hoy, con el sentido etimológico de “drama” muy desvaído o del todo olvidado, resultaría más expresivo denominar modos de la narración y de la actuación.
      ¿Y qué tiene de extraordinaria esta distinción?, se me podrá decir. ¿Les parece poco proporcionar al conocimiento estético una categoría plenamente vigente todavía, cerca de dos milenios y medio después de ser puesta en circulación? Lo asombroso es esto: 1º) que Aristóteles ve, con una perspicacia esplendorosa, que a la hora de representar universos de ficción, fábulas o historias, habrá que elegir uno de estos caminos posibles, que son dos y sólo dos: contarlos (modo narrativo) o actuarlos, es decir, presentarlos, “hacerlos presentes”, poniéndolos ante los ojos de los espectadores (modo dramático); 2º) que esos dos modos no han dejado de practicarse, desde Grecia hasta hoy, a la hora de representar ficciones, con géneros tan vigentes y de salud envidiable como la novela o el cuento, que han conocido transformaciones notables, la principal de las cuales es seguramente haberse identificado cada vez más con la “literatura” (escrita), de una parte, y de otra, con los géneros teatrales, de salud más problemática, pero tozudamente fieles a su raíz modal, a su ser actuación; y, sobre todo, 3º) que, al preguntarnos si con el paso de tantísimo tiempo ¾ya que no han desaparecido los dos modos aristotélicos, como acabamos de ver¾ han surgido otros nuevos, como parece lógico pensar que debería haber ocurrido, estoy convencido de que la respuesta correcta, y bien sorprendente, es: No. Así que, si tengo razón, la teoría de los dos y sólo dos modos de representación se acercará ya a la mitad del tercer milenio de validez o vigencia, lo que no está nada mal, y la prodigiosa inteligencia del Estagirita habrá quedado una vez más archiacreditada.
      La primera objeción, y la más clarificadora, será sin duda la que plantea el cine. ¿No es éste un nuevo modo de imitación de mundos ficticios, que por muy lúcido que fuera, y lo era mucho, no podía Aristóteles de ninguna manera imaginar? Es un nuevo arte sin duda, una nueva forma de espectáculo o un nuevo género representativo, que se basa ciertamente en el empleo de nuevos medios (en el sentido aristotélico); pero no es, a mi entender, otro modo de representación, categoría ésta más abstracta y general, más “teórica” que las anteriores, lo que conviene no perder de vista. Basta, de momento, que lo admitamos como hipótesis. Pues ello nos obliga a plantear en cuál de los dos modos encuadrarlo o de cuál de los dos considerarlo manifestación particular. Quizás salte más a la vista (en efecto, literalmente) la similitud entre cine y teatro. Pero, a poco que ahondemos en ella, constataremos que lo que emparenta a uno y otro arte no es el modo dramático, sino los medios, espectaculares, que ambos emplean en sus representaciones: imágenes de personas, cosas, lugares, etc. que entran, como se dice, por los ojos, frente a la narrativa literaria, que se sustenta sólo en el lenguaje o está hecha sólo de palabras.
      Más difícil resultará quizás advertir la afinidad que existe entre cine y narración literaria o verbal. Porque se trata seguramente de una similitud más sutil, y también a mi juicio más decisiva. Aunque, a poco que pensemos en ello, veremos que no escasean precisamente los síntomas o los indicios de un parentesco radical entre lo narrativo y lo cinematográfico. Por ejemplo, si nos fijamos en las adaptaciones de obras literarias al cine, estoy seguro de que las basadas en textos narrativos ganarán por goleada a las que parten de obras dramáticas o teatrales, también en términos cuantitativos, pero sobre todo cualitativamente, en el sentido de que parecen “encajar” mucho mejor aquéllas en el cine que éstas, que en mayor o menor medida causan siempre una sensación de impropiedad o extrañeza, de forma que el calificativo “teatral” aplicado a cualquier elemento cinematográfico y en particular a la estructura de una película presenta casi siempre una connotación negativa, más alarmante que tranquilizadora. Lo mismo puede decirse del confortable acomodo que encuentran en la narración y en el cine la expresión de la subjetividad, el acceso a la vida interior (pensamientos, sueños, imaginaciones, deseos... no exteriorizados) o los juegos con la focalización o el “punto de vista”, frente a la resistencia, que llega en ocasiones a la pura imposibilidad, que encuentran estos recursos en el modo de la actuación, en el drama, en el teatro. Pero éstas no son sino las consecuencias, los efectos. ¿Cuál es la causa, la raíz que permita (re)definir la oposición modal de la forma a la vez más general y más rigurosa posible?
      A mi entender, el rasgo constitutivo y diferencial del modo narrativo no es otro que el carácter mediato de la representación, esto es, la presencia determinante, por constituyente, de una “instancia narrativa” que hace de intermediaria entre el universo ficticio y el receptor. Esta instancia es la voz del narrador en el caso de la narrativa verbal. Y digo que es mediadora en el sentido de que funciona como un filtro por el que pasa ¾en determinadas condiciones o de determinadas formas, es decir, siempre condicionada¾ la información sobre el mundo ficticio hasta el oyente o el lector; y que es constituyente, porque el universo representado se sustenta única y totalmente en ella, de tal manera que la existencia narrativa de cualquier elemento del argumento depende ni más ni menos que de que “pase” por la voz narrativa: todo aquello de lo que el narrador no habla, no existe, y al revés, cualquier cosa nombrada por el narrador, cobra existencia narrativa, por definición.
      Si, como defiendo, el cine es una manifestación, por otros medios, del modo narrativo, deberá contar con una instancia mediadora y constituyente como la voz del narrador. Pero, no siendo el cine una representación vocal, sino primordialmente visual, no cabe esperar que tal instancia consista en una voz; será más bien un ojo, a través del cual vemos el universo ficticio, un ojo que nos “cuenta” visualmente una historia. Y, en efecto, ese ojo es el de la cámara tomavistas (y, detrás, el del director, que decide su ubicación, enfoque, movimiento y, al final, compone u organiza la “visión”). También es ese ojo la condición de existencia cinematográfica: en una película existe todo lo registrado, y sólo lo registrado, por el ojo de la cámara. Y es evidente también que el acceso del espectador al mundo ficticio está mediatizado por él: en el cine vemos ese mundo como, y sólo como, lo ha visto antes el ojo de la cámara. De ahí que los procedimientos de “punto de vista” se acomoden perfectamente a un modo, el narrativo, en el que la implantación de un punto de vista ¾literalmente en el cine, figuradamente en la narrativa¾ es forzosa y constitutiva. Aun a riesgo de personalizar la mediación, que no siempre es personal, sólo para entendernos, cabe decir que en el modo narrativo la historia es siempre “contada”, con palabras o con imágenes, por alguien.
El dramático o de la actuación es, por el contrario, el modo inmediato, es decir, no mediado, no mediatizado, de representar universos imaginarios. En el teatro el espectador ve el mundo ficticio directamente, con sus propios ojos, mientras que en el cine lo ve y en el relato lo imagina a través de una instancia mediadora en cuya mirada y en cuya voz, respectivamente, se sustenta enteramente el mundo en cuestión. Lo esencial y lo distintivo del modo dramático es que la ficción se pone ante los ojos del espectador ¾realmente en el teatro, formalmente en el libro¾ y se sustenta, no en meras palabras o en meras imágenes, sino en los dobles reales (personas, espacios, objetos, etc.) que lo representan: nada ni nadie se interpone realmente entre ella y el receptor. Suscribo las palabras de Northrop Fry (1957: 302): «En la obra dramática, el auditorio está directamente en presencia de los personajes hipotéticos que forman parte de la concepción; la ausencia de autor, disimulado a su auditorio, es el rasgo característico del teatro». En el mismo sentido creo que hay que entender la afirmación por Gérard Genette (1979: 70) de que la dramática se diferencia de la narrativa (y de la lírica) «en tanto que única forma de enunciación rigurosamente “objetiva”»; “objetividad” que concibo sobre todo, en términos negativos, como ausencia de mediación, como enunciación in-mediata, es decir, aunque pueda sonar demasiado paradójico, como enunciación sin sujeto. Y es esa ausencia de autor, de sujeto, de instancia mediadora en realidad, la que explica las incomodidades o disfunciones que encuentra en el modo dramático la expresión de la subjetividad no exteriorizada o los juegos con el “punto de vista” (v. García Barrientos, 2001: 208-230).
La inmediatez dramática se advierte quizás con mayor facilidad en el espectáculo que en el texto de teatro, pero afecta por igual a uno y a otro. La escritura dramática resulta tan determinada por el modo in-mediato como la representación teatral. Y las marcas que el modo deja en el texto son tan decisivas como evidentes, a mi modo de ver. Lo que ocurre es que hay una resistencia generalizada a verlas, a reconocerlas. En términos muy generales, la inmediatez modal determina la peculiar estructura del texto dramático, que radica básicamente en la superposición de dos subtextos nítidamente diferenciados que se van alternando, los que denominó Roman Ingarden (1931) Haupttext (texto principal) y Nebentext (texto secundario o complementario) y en español deberíamos convenir todos en llamar, de forma clara, sencilla y exacta, diálogo y acotación.
Consecuencia de la inmediatez enunciativa impuesta por el modo son el estilo directo libre ¾es decir, no regido por “voz” superior alguna¾ del diálogo y el lenguaje necesaria y radicalmente impersonal ¾con exclusión de la primera (y segunda) persona gramatical¾ de la acotación. Es, pues, común a los dos subtextos el carácter “objetivo” de la enunciación. Y acierta Anne Ubersfeld (1977: 18) cuando afirma: «El primer rasgo distintivo de la escritura teatral es el no ser nunca subjetiva»; pero no, cuando, traicionando ese “nunca”, considera al autor el “sujeto de la enunciación” de las acotaciones. Si, como dice antes (17), la clave está en preguntar quién habla en el texto de teatro, la respuesta es para mí clarísima: directamente cada personaje en el diálogo, y nadie ¾sí, nadie¾ en la acotación. Pues si realmente “hablara” el autor, o alguien, quien fuera, en las acotaciones, como cree ella y quizás la mayoría, ¿por qué no puede nunca decir “yo”? No me refiero, claro, a la mera posibilidad material de escribir acotaciones en primera persona, cosa que ha hecho, por ejemplo, José Luis Alonso de Santos en El álbum familiar, sino a que eso pueda resultar dramáticamente trascendente. Y es que el lenguaje de la auténtica acotación es, además de impersonal, mudo (no proferido), indecible, pura escritura sin posibilidad alguna de vocalización; en definitiva, como dijimos antes, enunciación sin sujeto. En eso radica la diferencia con algo que podría parecer semejante, la descripción en un texto narrativo; pero ésta, en cambio, es siempre proferida por una voz, la del narrador. Ni que decir tiene que el diálogo narrativo carece también de la inmediatez del dramático, pues siempre está en último término regido por esa misma voz (v. García Barrientos, 2001: 40-70) .
No me parece mal, y puede resultar fértil, que los rigores de la extensión consentida a este ensayo me obliguen a dejar en puntos suspensivos, ojalá que cargados de sugerencias, este esbozo de teoría de los modos que no sabría decir si es una mera interpretación actualizada de la aristotélica o más bien una derivación de ella. Da lo mismo. Es hora de ponerla en práctica, de aplicarla. 

II

Considero, como apunté al principio, que la teoría aristotélica de los modos, con el desarrollo de sus dos ramas, la narratología o teoría del modo narrativo, de representación mediata, y la dramatología o teoría del modo dramático, de representación in-mediata, proporciona instrumentos conceptuales utilísimos y quizás imprescindibles para comprender cabalmente la dramaturgia contemporánea. (De momento, y de paso, proporciona un criterio consistente para definir el término mismo, confuso donde los haya, de “dramaturgia” ¾no sé si tan de moda por ser tan polisémico o tan polisémico por estar tan de moda¾ precisamente como la práctica del modo de representación teatral). Dicho de otra manera, creo que resultará clarificador remitir al nivel de abstracción representado por los modos ¾más allá del de las obras, los géneros históricos y hasta los tipos o géneros fundamentales¾ el asunto de las intromisiones o interferencias de “lo narrativo”, que es, me parece, una de las señas de identidad de la dramaturgia contemporánea.

     Conviene precisar que, si la “narrativización” es uno de los perfiles más sobresalientes o característicos del drama contemporáneo, no lo es hasta el extremo de definirlo en exclusiva. En el polo opuesto, las manifestaciones más genuinas del modo dramático siguen practicándose con brillantez y provecho por los dramaturgos más jóvenes e innovadores. Un ejemplo excelente me proporciona la última función teatral a la que he asistido, en la última sala de teatro alternativo abierta en Madrid, La Guindalera: Animales nocturnos de Juan Mayorga, obra, por cierto, espléndidamente escrita, dirigida e interpretada: rara avis. De otra parte, toda la línea, plenamente actual, que acentúa la actuación en sí misma, en forma de “acciones” ¾título de uno de los espectáculos iniciales de La Fura dels Baus, un grupo que bien puede servir como ejemplo de esta tendencia¾, de “performances”, etc., aunque se sitúe en los límites mismos del teatro propiamente dramático o representativo, da cuenta también de una fidelidad, hipertrofiada, al modo inmediato frente al narrativo.
      Dicho esto, parece indiscutible que uno de los caminos más transitados por la dramaturgia contemporánea ha sido el de una persistente y quizás progresiva narrativización. Peter Szondi (1956) estudió magistralmente en su Teoría del drama moderno (1880-1950) la crisis que conoce la forma genuinamente dramática desde finales del siglo XIX (Ibsen, Chéjov, Strindberg, Maeterlinck, Hauptmann), con sus tentativas de preservación, en el Naturalismo, el teatro conversacional, el acto único, la Reclusión y el Existencialismo, y sus tentativas de resolución, en la dramaturgia del yo del Expresionismo, deudora del Stationendrama de Strindberg, la revista política de Piscator, el teatro épico de Brecht, el montaje escénico (Los criminales, de Bruckner), la función del drama imposible (Seis personajes en busca de autor, de Pirandello), el monólogo interior (Extraño interludio, de O’Neill), el yo épico como traspunte (Nuestro pueblo, de Thornton Wilder), el misterio sobre el tiempo (The Long Christmas Dinner, de Wilder) y el recuerdo (Muerte de un viajante, de Arthur Miller), que implican un cambio de estilo «debido a que el enunciado formal ¾estable e indiscutido¾ se verá puesto en entredicho por el contenido» (14). Szondi pretende explicar ese cambio histórico desde «una semántica propiamente dicha de la forma» (14), basada en la concepción dialéctica de Hegel acerca de la relación entre forma y contenido. Puede decirse, en términos muy generales, que el sentido de ese cambio consiste en un desplazamiento desde lo que él define como «drama» (17-22) y coincide con la más genuina manifestación del modo dramático, hacia lo que entiende como su opuesto, lo «épico», que, en sus palabras, «recoge el rasgo estructural común a la epopeya, el relato, la novela y otros géneros, consistente en la presencia de lo que ha dado en designarse como “sujeto de la forma épica” o el “yo épico”» (16), es decir, me parece, precisamente lo que venimos llamando el modo narrativo.
      Muy útil para el estudio de esta especie de contaminación modal del drama con lo narrativo en el siglo XX resulta el libro de Ángel Abuín (1997) El narrador en el teatro, centrado en, pero no limitado a, esta “figura” o recurso, y con un enfoque más formal o estructural, pero sin descuidar el contenido, sobre todo en los sustanciosos comentarios críticos de obras. Aunque vuelve, naturalmente, sobre autores tratados por Szondi, como Brecht, Wilder o Miller, la consideración se amplía, además de en el tiempo a la segunda mitad del XX, y al teatro Noh japonés, a autores como Paul Claudel (El zapato de raso, El libro de Cristóbal Colón), Tennessee Williams (El zoo de cristal), Alfonso Sastre (Ana Kleiber, Asalto nocturno, La taberna fantástica, Jenofa Juncal, la vieja gitana del monte Jaizkibel) o Antonio Buero Vallejo (La doble historia del doctor Valmy, El tragaluz, Caimán); y a muchas obras pertinentes para el asunto que nos ocupa, como, por ejemplo, La machine infernale de Jean Cocteau, Noche de guerra en el Museo del Prado de Rafael Alberti, El matrimonio del señor Missisippi de Dürrenmatt, Hölderlin de Peter Weiss, Judith contra Holofernes de Juan Antonio Hormigón, Jacques et son maître de Milan Kundera, La cinta dorada de María Manuela Reina, Descripción de un paisaje de Benet i Jornet, Miserere para medio fraile de Carlos Muñiz, etc. Para advertir que el libro toca muy de cerca el meollo de lo expuesto antes sobre los modos, basta leer su subtítulo, La mediación como procedimiento en el discurso teatral del siglo XX, o considerar que se abre con un capítulo (I: 13-21) titulado «Narratología y teatro».
      Pero seguramente en los últimos años la colonización del teatro por el modo narrativo se identificará más con espectáculos que están mucho más cerca de la narración oral (más o menos espectacular) que de la pieza propiamente dramática, y que establecen una relación privilegiada con el monólogo “total”, es decir, que se mantiene como forma de expresión a lo largo de toda la obra, que la constituye íntegramente. Claro está que la narración oral se puede identificar con el monólogo; pero no a la inversa. Hay monólogos dramáticos al cien por cien; por ejemplo, Antes del desayuno, de O’Neill. De manera que el “género” a que me refiero, y que me parece particularmente representativo de la más estricta modernidad, podría denominarse monólogo narrativo, en el sentido de que lo es, al menos, primordialmente. En la actualidad un buen número de manifestaciones de este género, pero más bien ligeras o triviales, han sabido ganarse el favor del público y han alcanzado en ocasiones éxitos resonantes. Yo prefiero referirme, para acabar, a un ejemplo más serio y elevado, la primera de las cinco partes de la obra de Heiner Müller Camino de Wolokolamsk I: Apertura rusa, que considero muy representativa, lo mismo que las otras cuatro partes, de ese presunto “género” y tiene para mí la ventaja de que recuerdo muy vivamente una puesta en escena impresionante por su inspiración y rigor. Fue en la Sala García Lorca de la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) de Madrid, el año 2001, y responsables de tan rotundo acierto fueron ¾es de justicia dejar constancia de ellas¾ la interpretación de Fernando Sansegundo, la dirección de Marta Álvarez y la escenografía de Carlos Pineda, creaciones perfectamente conjuntadas y en estado de gracia.
      La obra presenta la configuración tipográfica de un poema, y ni una sola marca de las que distinguen el texto dramático. Está escrita en verso (pentámetros yámbicos en el original alemán) y cuenta con procedimientos tan propios de la versificación como el estribilloBerlín a dos mil kilómetros / Moscú a ciento veinte»). En cambio, carece por completo de acotación. La situación comunicativa ¾quién o quiénes hablan, dónde, cuándo, cómo, etc.¾ queda totalmente silenciada, en suspenso, como ocurre tan frecuente como significativamente con el plano de la “narración” (Genette). Ni siquiera se hace patente el carácter vocal del texto mediante la acotación más elemental, pero que hubiera señalado un ápice de dramaticidad, consistente en escribir al principio el nombre de quien habla: El Comandante. En cuanto al diálogo, lo dado es un texto escrito, de carácter inequívocamente narrativo, sin ninguna indicación expresa para que sea vocalizado o proferido; que sólo mediante una doble presuposición, extrínseca, podemos concebir como o convertir en el largo monólogo de una voz (1ª), que resulte ser la voz de alguien (2ª). Sólo así concebido o transformado puede considerarse diálogo dramático. Y si se trata de rastrear migajas de dramaticidad, hay que reconocer como una de ellas la elección de ese tipo de narrador desdoblado en personaje; aunque es evidente que la literatura estrictamente narrativa está plagada de narradores de este tipo.
      Las marcas formales de la narratividad del discurso son obvias. Hay, eso sí, como en casi todos los relatos, escritos u orales, una combinación alternada de las dos modalidades que llama Genette “relato de sucesos” y “relato de palabras”, esto es, partes puramente narrativas y partes dialogadas. Estas últimas, lo mismo que en cualquier novela o cuento, están más cerca del modo dramático, pero se encuentran siempre subordinadas a o regidas por el narrativo. Así ocurre en nuestro monólogo, en el que, además, hay un claro predominio, cuantitativo y cualitativo, del relato de sucesos sobre el de palabras. Los diálogos engastados en el relato son breves y se encuentran muy diseminados en el cuerpo narrativo, de manera que no llegan a cobrar la consistencia de pequeñas escenas o situaciones dramáticas. El que más se acerca a ello y el más largo, que ocupa 43 versos, es el que mantienen el Comandante, el Alférez y, después, el Desertor. Todos los diálogos están en “estilo directo”, más dramático, pero siempre “regido”, aunque en ocasiones se omita o quede implícita la marca de régimen, como en el diálogo que acabo de citar o en el primero de todos. En los demás casos cuento, así por encima, unas veintitantas ocurrencias de verbos dicendi: decir (10), preguntar y contestar (7), gritar (4) y ¾lo que es más revelador¾ pensar (3). Pues hay también palabra interior, acceso directo al pensamiento, esto es, mediación: honda huella del modo narrativo.    
      Al texto/discurso se le añade al final ¾pero sólo en esta parte I de Camino de Wolokolamsk, no en las otras cuatro¾ una anotación en prosa titulada «Sobre la escenificación». Se trata de lo que bien podríamos convenir en llamar en español didascalia, es decir, conjunto de instrucciones del autor para la interpretación del texto, en el doble sentido que tiene en este caso la palabra “interpretación”, en vez de usar aquel término (pasado por el francés) como sinónimo innecesario, confuso y rimbombante de acotación. Por eso importa puntualizar que esta didascalia se encuentra, como todas, fuera del texto, mientras que la acotación forma parte de él. Que hable de una puesta en escena ¾repito, desde fuera¾ no atenúa lo más mínimo el carácter netamente narrativo del texto. Además de aclaraciones ideológicas, hay en ella instrucciones sobre la forma y el estilo del montaje: «Separación de imagen y sonido: las armas han de verse, los disparos tienen que oírse, el lugar del espectador se halla entre el arma y el blanco. El ideal del indulto del desertor precisa un alto grado de realismo en la ejecución». Pero lo más interesante es lo que dice Müller sobre la puesta en escena del narrador-personaje: «El papel del comandante deberían representarlo, si es posible, dos actores: uno (C1) que tiene o puede aparentar aproximadamente la edad del narrador, y otro actor o actriz joven (C2). C1 viste de civil, C2 uniforme. Los actores tendrían que poder alternarse. La distribución del texto entre C1 y C2 es trabajo para los ensayos».
El desdoblamiento propuesto ofrece una ocasión privilegiada para el contraste modal. Es sencillamente axiomático en todos los relatos cuyo narrador es a la vez personaje de lo narrado, tiene consecuencias muy sugestivas, por ejemplo en cuanto a la focalización o punto de vista, y no plantea ninguna dificultad representativa cuando todo se sustenta en el lenguaje. Al intentar traducirlo, como hace Müller aquí, al modo dramático, el mecanismo chirría. Un “papel” representado por dos actores es algo cualitativamente distinto, más pobre y más tosco, que aquel desdoblamiento específicamente narrativo. De hecho, en la excelente representación antes aludida no se siguió (al pie de la letra) esta instrucción del autor. El actor, único, que encarnaba al Comandante pasaba del presente de la narración al pasado de lo narrado, de ser narrador a ser personaje ¾de forma más sencilla, coherente y flexible, a mi juicio, y por eso más próxima quizás a lo narrativo¾ valiéndose sólo de su actuación, aislándose de los demás actores (soldados) o entrando en relación con ellos, en su espacio, es decir, en el pasado. Del desdoblamiento del Comandante, el mayor, narrador, y el joven, personaje, se sigue también un reparto entre partes de narración oral, en boca del primero, y partes “dramatizables”, en que aparecerá el segundo y que coinciden básicamente con los fragmentos dialogados. Si recordamos la proporción entre ambas, incluso en la obra representada será predominante, y desde luego primordial, lo que tenga el espectáculo entero de narración oral.
      En definitiva, se trata de un texto genuinamente narrativo (tanto o más que muchas novelas y cuentos), que se propone, desde fuera, en este caso expresamente, en otros muchos no, como punto de partida de un espectáculo teatral; pero cuya “dramaturgia” (en el sentido que antes sugerí) se deja enteramente por hacer, se considera que «es trabajo para los ensayos». Se puede ver en ello seguramente un gesto de provocación o de ruptura, y también un voto de confianza radical en la autonomía artística (creadora) de la puesta en escena; lo que se compadece muy bien con el espíritu de la más palpitante modernidad...
Tengo, en fin, que volver a dejar en puntos suspensivos lo que me conformaría con que fuera apenas el esbozo de un problema más o menos teórico y la sugerencia de una pista, no para resolverlo, sólo para plantearlo de manera fecunda.


[1] José Luis García Barrientos, doctor en Filología Hispánica y licenciado en Filología Francesa, es en la actualidad Investigador Científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Profesor de la Universidad Complutense de Madrid en el área de conocimiento de “Teoría de la Literatura y Literatura Comparada”. Ha sido anteriormente Profesor Asociado de la Universidad de Sevilla y Catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Ha impartido cursos y seminarios y ha dictado conferencias en distintas universidades y centros de investigación españoles y extranjeros. Es autor de numerosas publicaciones sobre teoría literaria y teatral, entre las que cabe destacar los libros Drama y tiempo. Dramatología I (CSIC, 1991), La comunicación literaria (Arco/Libros, 1996), Las figuras retóricas (Arco/Libros, 1998), Cómo se comenta una obra de teatro. Ensayo de método (Síntesis, 2001) y Teatro y ficción. Ensayos de teoría (Fundamentos, 2004).





REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 

Abuín González, Ángel (1997) El narrador en el teatro. La mediación como procedimiento en el discurso teatral del siglo XX, Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela.

AristótelesPoética, edición trilingüe por Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, 1974.

Fry, Northrop (1957) Anatomie de la critique, París, Gallimard, 1969 (Trad. esp. de Edison Simons: Caracas, Monte Ávila, 1977).
García Barrientos, José Luis (1991) Drama y tiempo. Dramatología I, Madrid, CSIC.
García Barrientos, José Luis (2001) Cómo se comenta una obra de teatro. Ensayo de método, Madrid, Síntesis.
Genette, Gérard (1972) “Discours du récit. Essai de méthode”, Figures III, París, Seuil, pp. 65-282  (Trad. esp. de Carlos Manzano: Barcelona, Lumen, 1989).
Genette, Gérard (1979) Introduction à l’architexte, París, Seuil.
Genette, Gérard (1983) Nouveau discours du récit, París, Seuil (Trad. esp. de Marisa Rodríguez Tapia: Madrid, Cátedra, 1998).
Ingarden, Roman (1931) Das literarische Kunstwerk, Tübingen. Max Niemeyer, 1960 (Trad. esp. de Gerald Nyenhuis H.: México, Taurus / Universidad Iberoamericana, 1998).
Szondi, Peter (1956) Teoría del drama moderno (1880-1950), trad. de Javier Orduña, Barcelona, Destino, 1994.
Ubersfeld, Anne (1977) Semiótica teatral [Lire le théâtre], traducción y adaptación de Francisco Torres Monreal, Cátedra / Universidad de Murcia, 1989.


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